A Roma con amor


La ciudad es un semillero de historias. No puedo evitar comenzar con un lugar común. No son malos después de todo. De allí pueden surgir buenos libros, buenas películas; de vez en cuando, claro está. La ciudad es terreno fértil para las postales también. A Roma con amor conjuga ambos, lugares comunes e historias que parecen postales.
Woody Allen ha sabido en otros filmes acomodar esos lugares comunes en su propio universo personal para que de ahí surjan nuevas significaciones. En su extensa filmografía los ha utilizado con audacia, con predeterminación, con insistencia. No es el caso de esta nueva cinta, que, sin embargo, muestra todavía un ansia saludable por experimentar, y que por momentos exhibe un encanto familiar al de muchas otras cintas de Allen.


A la manera en que algunas cintas italianas de los 50 y 60 que reunían cortos de 3 o más directores, Allen reúne 4 historias independientes, no presentándolas como narraciones independientes, sino entremezcladas -si bien no hay conexión alguna entre las historias. Las conjuga a través de un falso narrador, un policía de tráfico que introduce las historias presentando algunos de sus protagonistas, lo que bien puede ser una variación del procedimiento en que Allen jugaba con un personajes hablando con sus espectadores en otras cintas. Cada historia comienza como si ocurriese simultáneamente con las otras, aunque una dure una tarde y otra meses y meses. Todas ocurren en un perenne verano en la ciudad eterna.

 
Es aleccionador que uno de los títulos provisionales de A Roma con amor fuese The Bop Decameron. El tono de una de las historias puede aludir ligeramente al tono leve y cómico de los relatos de Boccaccio, si bien el resto hacen parte del repetorio habitual de Allen. Lo que sí trata de imitar Allen es, de modo paródico, el conjugar historias disímiles que producen un retrato de la sociedad de un momento particular de la historia. Los resultados no son siempre los esperados, en especial cuando los protagonistas de esas historias son italianos, lo que se diferencia de aquellos historias que Allen ya ha contado -en la que parte o todos sus protagonistas son norteamericanos, ya que en ellas es ingenioso y perspicaz. En las historias protagonizadas por italianos los estereotipos prevalecen, al punto de que las caricaturas que protagonizan dichos segmentos parecen no estar involucradas en historias, sino ser personajes de un sketch cómico olvidable.


Precisamente en uno de esos sketch es donde se perciben más alusiones al Decamerón: Antonio (Alessandro Tiberi) y Milly (Alessandra Mastronardi) son un joven matrimonio de provincias que viaja a la capital para relacionarse con algunos parientes ricos de Antonio, quienes podrían conseguirle una colocación en Roma. Una serie de enredos separa a la pareja y los lleva a hacer cosas que no imaginaban, si bien al final actúan como si nada hubiese alterado sus vidas. El relato tiene un cierto encanto contado, pero lo cierto es que no se despega de los clichés al punto de parecer completamente irrelevante. Si acaso puede despertar el ansia de leer a Boccaccio, lo que en todo caso habrá de agradecerse.


La otra historia protagonizada por italianos es una revisitación de la preocupación de Allen por la celebridad: Leopoldo (Roberto Benigni) es un simple oficinista que de un día para otro amanece convertido en una celebridad. Al principio Leopoldo no se acomoda a su situación, pero con el paso de los días va acostumbrándose, al punto de disfrutarla. La fama, siempre veleidosa, lo deja un día como otro le llegó, pero Leopoldo ya no hace sino añorarla. La dificultad yace aquí en que todo en esta historia resulta caricaturesco sin, en apariencia, tener aquella intención.
En Todo lo que siempre quiso saber de sexo y nunca se atrevió a preguntar Allen también conjugaba una serie de sketches de tono caricaturesco e irreal que tenían la virtud de ser ligeros y significativos. Ese mismo esquema traspuesto a un mundo más similar al real naufraga en A Roma con amor. En buena medida la falla reside en que los italianos de esta cinta no pasan de esa idea predeterminada sobre lo que debe ser un italiano: falla que explica las reiteradas críticas de los medios locales sobre las visiones turísticas de las películas europeas de Allen.


Lo mejor de A Roma con amor se halla en el terreno conocido. John (Alec Baldwin), famoso arquitecto estadounidense, vaga nostálgicamente por el barrio en que vivió de joven. Allí se encuentra (¿o se recuerda de joven?) con Jack (Jesse Eisenberg), joven estudiante de arquitectura que vive con su novia Sally (Greta Gerwig). John presenciará el affaire que surgirá entre Jack y la amiga de Sally y aspirante a actriz, Monica (Ellen Page). Ingeniosamente Allen varía el procedimiento que ya había utilizado de un personaje que habla con sus recuerdos de Crímenes y pecados -inspirado en Fresas salvajes de Bergman, pero en el que ahora John hace el papel de una especie de conciencia que comentar y dialoga con los personajes del affaire. Mientras en las otras dos historias los personajes no eran sino meros actores de lo que ocurria, en esta las motivaciones que los mueven son más vitales. Es verdad que Allen ha contado este relato muchas otras veces en su carrera, pero el mero ejercicio de variar uno de los procedimientos que ya había utilizado indica que el cineasta sigue buscando nuevos procedimientos formales, lo que no es sino encomiable en un realizador de más de 70 años.


En la historia restante Allen mismo interpreta a Jerry, un director de orquesta que se acaba de retirar a regañadientes. Viaja con su esposa Phyllis (Judy Davis) a Roma para conocer al prometido de su hija y su familia. En el reiterado papel de neurótico insatisfecho, Jerry no simpatiza ni con prometido, ni con su familia; hasta que casualmente escucha a Giancarlo (Fabio Armialato, tenor reconocido en la vida real), padre del prometido, cantar en la ducha. Al reconocer el talento de Giancarlo, Jerry intenta persuadirlo para que comience una carrera como cantante; a lo que Michelangelo (Flavio Parenti), prometido de la hija de Jerry, se niega obstinadamente. Giancarlo se deja persuadir, pero en la audición que presenta es un desastre. Giancarlo sólo canta bien en la ducha. Jerry, vanguardista incomprendido, encuentra una solución: en el escenario Giancarlo debe cantar en una ducha. La breve carrera de Giancarlo como Pagliacci será aplaudida, si bien se supondrá que el que cante en una ducha se trata de una idea estúpida del pseudo-ingenio del director, Jerry. Este chiste merece ser contado en toda su extensión porque bien puede ser un comentario de Allen sobre sí mismo. Un artista que no quiere dejar su hacer y al que le censuran sus últimas ocurrencias.


Esta historia es quizás la más redonda de las 4. Su desarrollo esquemático ayuda a que los chistes con lugares comunes -sólo se canta bien bajo la ducha- parezcan el resultado inevitable de los eventos. El que se escenifique Pagliacci con el protagonista cantando bajo una ducha produce una escena verdaderamente encantadora. Esta historia es ligera y al tiempo parece resucitar la gracia de tantas otras comedias de Allen. En la última escena de la cinta, otro habitante de Roma se dirige al espectador para decir que él, a diferencia del policía de tráfico del comienzo, sí que ve todo lo que pasa en Roma. Pequeño colofón que es a un tiempo alusión y homenaje al cine de Fellini.


Ciertamente en toda la cinta hay alusiones a cineastas que Allen admira, y dado que se centra en Roma, el homenaje a Fellini es evidente durante todo el filme. La conjunción de estas 4 historias se puede conectar con la episódica y a ratos dispersa -no lo escribo como crítica, sino como descripción- narración de la Roma de Fellini. Pero A Roma con amor no es episódica y dispersa del mismo modo, pues sus cuatro historias siguen una lógica más ortódoxa que las historias de la cinta de Fellini.
La dispersión de la cinta se funda en conjugar en un sólo tiempo a 4 historias que ocurren en tiempos distintos -ya decía que una de ellas dura sólo una tarde, mientras que otra meses y meses. La percepción que se tiene entonces al ver A Roma con amor es extraña, pues por lo menos yo estuve consciente, durante la proyección, del desface de tiempo entre las historias, si bien se las cuenta como si estuvieran entrelazas. La simultaneidad no cuaja del todo, no se produce el efecto mágico de ver cuatro historias de tiempos distintos en uno solo. Al final la dispersión, esta sí negativa, de la nueva cinta de Allen deriva de ello. Es como si Allen intentase encajar piezas de tamaño variado en un único rompecabezas, y al final se notase que las piezas pertenecían a 4 rompecabezas distintos. La intención de expermentación de Allen sigue viva, aunque no siempre consiga lo que persigue.


A Roma con amor es una cinta disfrutable que demuestra que Allen sigue intentando reinventar los recursos con los que cuenta historias que recuerdan sus historias anteriores. No obstante, los tópicos y los lugares comunes acá hacen de la cinta un entretenimiento sin mayor interés en las historias italianas. En las que involucran turistas norteamericanos las historias recuerdan la vitalidad de otras cintas de Allen. Así A Roma con amor se torna en una cinta dispersa e irregular que entretiene y encanta de tanto en tanto. Una muestra de los aciertos de Allen, pero también de las flaquezas que aquejan a su último cine. Es de resaltar, sin embargo, esa persistencia del director neoyorkino, sus ansias por continuar con su labor creativa. Las dificultades se desprenden de simplificarse a algunos estereotipos, y sobre todo en tratar de conjugar el tempo de historias que no hacen sino resaltar el desfase de sus tiempos.



P.S.: Sorprendemente el título de la cinta ha sido mal traducido en Colombia como De Roma con amor, lo que es precisamente lo opuesto de To Rome with Love.
Terminemos con un tópico, en todo caso, precisamente operístico.









Comentarios

  1. Agradezco tu comentario.

    Creo que si bien tiene algunos momentos inspirados, se trata esencialmente de una cinta menor con irregularidades. Me alegra en todo caso que compartas tus comentarios.

    Saludos

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