Toni Erdmann



Dos películas conviven en Toni Erdmann. Una es el relato de las fracturadas relaciones entre una hija y un padre. Otra es una comedia desenfadada en la que un estrafalario personaje busca salvar a la protagonista saboteándole la vida. El tercer largometraje de Maren Ade las teje en un todo orgánico que parece extraído de la realidad, si bien esta realidad es más insólita de lo que nos hemos acostumbrado a ver. Toni Erdmann crea un puente que une a un punzante e implacable retrato de la cultura empresarial y las relaciones familiares con una farsa alucinante que termina por subvertir los esquemas de la cultura empresarial y las relaciones familiares. El largometraje las funde felizmente, al punto que lo que vemos no puede ser resumido dentro de los géneros que hoy se reciclan con tanta efervescencia. Así, el filme es tanto documento de la vida contemporánea como comedia alocada, crítica social como drama íntimo. Toni Erdmann los combina a todos alrededor de un solo hilo: los emotivos y acres encuentros y desencuentros de un padre y una hija. La película de Ade es un drama conmovedor que revela el agudo patetismo de unas relaciones que estaban por desaparecer.





Desde la primera escena se imponen las reglas de juego. Winfried (Peter Simonischek) recibe a un mensajero con una broma ingeniosa e incómoda que solamente es interrumpida por la inesperada aparición de uno de sus alumnos. La escena parece sacada de la más trivial cotidianeidad, una en que la acción se mueve a pasos que no se corresponden con los de la dramaturgia clásica. Se prepondera entonces una observación atenta de los personajes y de ella va derivando, a paso lento, las inflexiones y el clímax con que concluye el filme. De esta manera, vemos primero a Winfried, profesor de música que vive solo con su perro y se dedica a poner en práctica bromas que parecen dejarlo fuera de lugar. La fugaz visita de su hija Ines (Sandra Hüller), una ocupada y ambiciosa empleada de una consultora ubicada en Rumania, le deja un mal sabor de boca. Sus relaciones no pueden ser más distantes. Al morir su perro, Winfried decide ir a Rumania con el fin de recomponer sus lazos. Sus intentos fracasan hasta que aparece Toni Erdmann, estrambótico personaje que en una suerte de performance amenaza el aparente equilibro de la vida de Ines con una incómoda e hilarante broma práctica. Decir que gracias a ese grotesco personaje se rehacen las relaciones del padre y la hija es falsificar a la película, aunque en ello haya su grado de verdad. El largometraje tiene como hilo conductor el reconocible tema del reencuentro de dos personas cercanas que se encuentran distanciadas y vuelven a tratar de revivir sus vínculos. Este, no obstante, es solo la espina dorsal para conducir a esta excepcional comedia patética.







La apariencia de cotidianeidad subraya lo insólito de las situaciones de Toni Erdmann, al tiempo que le da a las bromas de Winfried un aire de continua sorpresa. El efecto se consigue a través de una imagen sin mayor artificio que parece tomada en medio de la acción. Los realizadores practican un realismo en el que coexiste una audaz modernidad y un relato relativamente corriente. De ahí que la trama avance como si siguiera un curso diario, ajeno a las inflexiones dramáticas típicas, aun cuando concluya en clímax emocionales y patéticos. El humor de Toni Erdmann actúa de un modo peculiar, ya que altera ese curso diario e introduce una figura que parece reñir con el panorama relativamente uniforme que ha ido construyendo la película. El realismo se ve asaltado por una sátira desaforada. La confluencia de dos tipos de narración le da al largometraje su apariencia inusitada, pues esta no radica únicamente en mostrar, por ejemplo, una fiesta de cumpleaños que deriva en una fiesta nudista, sino en que la retrata como si fuera parte de una vida común y corriente. El performance de Toni Erdmann rompe la monotonía de la rutina de Ines y hace que salgan a flote sus frustraciones. En otras palabras, el humor libera el drama, que no sale a la luz hasta que Toni lo empuja. El largometraje de la realizadora alemana une dos espectáculos en apariencia incongruentes y los vuelve indispensables para narrar un drama familiar: el de las soledades de un padre y una hija que viven una relación distante. En definitiva, la excelencia de Toni Erdmann radica en partir de una historia manida para descubrir un auténtico drama contemporáneo con ingenio y novedad.




Ahora, la película no es solo el relato de un reencuentro, ni el de la reconstrucción de unas relaciones. La realizadora parte de esta historia para también contrastar distintos tipos generacionales –con sus ideales y motivaciones–, así como mostrar el modo en que el progreso del capitalismo va dejando brechas cada vez más grandes entre una población privilegiada y otra que apenas sobrevive. Toni Erdmann comienza como drama familiar, pero tiene alcances de cine total. Alcances que no dejan de tener un centro en el que reconocimiento que se va dando a medida que avanza el largometraje: un nexo que va del viejo profesor de música: idealista e ingenuo; a la hija consultora: pragmática y cínica. El reconocimiento de ese nexo se da plenamente al final, con cierto dejo de sentimentalidad. Ines descubre que, a pesar del abismo que la separa de su padre, hay herencias de las que no nos podemos deshacer. Toni Erdmann concluye con una aceptación: una que obliga a Ines a enfrentar las frustraciones que ha tratado de ocultar para continuar su carrera profesional, una que deja entrevé la pobreza e inequidad sobre la que se construyen nuevas riquezas, una, sobre todo, que le revela a una hija que debe aceptar ser hija de su padre. Toni Erdmann es la comedia más melancólica imaginable. Ade no termina su película en un clímax emocional, sin embargo. Continúa narrando un poco más la gris cotidianeidad de sus personajes: el filme es un reconocimiento de nuestros lazos familiares, como de las soledades con que vivimos. Aceptar la soledad, sobre ello también gira la película. En una amalgama que enlaza una narración moderna y un relato susceptible de ser tratado como comedia convencional manida, Toni Erdmann nos emociona con melancólica hilaridad. Y eso es una razón suficiente para celebrar a este magnífico filme.






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