El caballo de Turín

 
El ocaso llega tarde o temprano. Todo se acaba. Hay días, como épocas, en que se es más susceptible a pensar en ello. En este año, 2012, ya tenemos toda una fantasía del desastre tan calamitosa como uno real. Catástrofes estruendosas y sin sentido que deben llegar porque el Mundo tiene sus días contados, ya sea por profecías o simples coincidencias. Pero el ocaso, el irremediable perecer llega siempre, y ni siquiera llega con estruendo, sino con meros quejidos -por parafrasear. El caballo de Turín es una magnifica película sobre el fin, sobre un mundo que perece. Se dedica a los quejidos, si bien en toda la película sus personajes aguantan una interminable y ensordecedora tormenta. La ultima cinta de Béla Tarr es una experiencia contenida que despiadamente muestra a dos personajes que se aferran a sus rutinas, a pesar de que su mundo se cae a pedazos.  La experiencia del fin como algo inexorable, de eso se trata esta cinta que se enmascara como si fuera una fábula apocáliptica, o una meditación metafísica sobre la decadencia que ha sufrido el mundo. Pero El caballo de Turín es una experiencia. No una fábula, ni una meditación, ni siquiera una narración, o lo que convencionalmente se llama narración. Y si no se acepta en cuanto tal, no se podrá sino sufrir.


Tarr parte de una conocida anécdota que precede al definitivo colapso mental de Friederich Nietzsche. De algún modo tal anécdota tiene el aura de leyenda, de mito con el que se cifra un significado profundo. ¿Qué puede significar para nosotros el descalabro de uno de los más grandes pensadores de siglo XIX al ver que azotan cruelmente a un caballo? El evento es sugerente y misterioso, es mínimo pero sus alcances son gigantescos. Pero el acercamiento que planteó primero Krasnnahorkai -colaborador de Tarr y uno de los mayores escritores vivos hoy en mi humilde opinión- y que sigue El caballo de Turín es preguntar por el caballo y no por Nietzsche, cual si se tratara de una broma. En todo caso en la película esto es serio, al punto que Tarr afirma que esta es su única cinta que no es una comedia. ¿Cuál es el objetivo del cambio de enfoque? Tanto Tarr como Krasznahorkai no están intentando develar lo qué realmente ocurrió con el caballo, sino re-elaborar conscientemente desde aquella anécdota para oblicuamente ponernos en contacto con ese mundo oscuro y terrible que suponemos se desató en tanto Nietzsche abrazó al caballo. Para aclarar es bueno leer cómo Tarr y Krasznahorkai cuentan la anécdota


 "En Turín, el 3 de enero de 1889, Friederich Nietzsche salió del número 6 de la calle Carlo Alberto, quizás a pasear, quizás a recojer su correspondencia a la oficina de correos. No lejos de donde andaba, o de hecho muy lejos de donde caminaba, un cochero tenía problemas con su terco caballo. A pesar de sus esfuerzos, el caballo se negaba a moverse, con lo que el cochero -¿Giuseppe?, ¿Carlo?, ¿Ettore?- perdió los estribos y comenzó a azotar al caballo. Nietzsche se acercó a la masa que observaba lo que ocurría, y eso detuvo la brutal escena que protagonizaba el cochero, quien ya estaba consumido por la ira. La figura bigotuda y corpulenta saltó de repente sobre el caballo y abrazó su cuello sollozando. Un vecino llevó a Nietzsche devuelta a casa, donde yació en silencio por dos días en un diván hasta que murmuró sus definitivas últimas palabras "Mutter, ich bin dumm" (Mamá, soy tonto). Vivió diez años más, amable y demente, bajo el cuidado de su madre y sus hermanas. Del caballo,... no sabemos nada."*

 
Del caballo (Ricsi) no sabremos muchísimo más viendo la cinta. Sabremos sobre su dueño, Ohlsdorfer (János Derzsi), y su hija (Erika Bók). Viven alejados en un desolado campo. Son tremendamente pobres y apenas comen papas hervidas, y beben un trago de palinka por las mañanas. El viejo cochero tiene un brazo atrofiado por lo que su hija lo ayuda a vestir y desvestir. Ella también va al pozo y trae el agua todos los días. En el tiempo libre miran por la ventana por turnos el viento feroz que azota la casa día y noche. Todo se acaba, recuerden, hasta la más nimia rutina. El caballo se niega a comer e incluso a moverse, el pozo se seca, a las lámparas se les acaba el aceite. La tormenta es lo único que no se detiene en El caballo de Turín. Tarr muestra a ese par de personajes intentando continuar con su rutinaria existencia, pero esa sobrenatural tormenta anuncia que ni eso dura. La última cinta de Tarr no es sólo una experiencia sobre el fin, sino una nueva muestra de la terquedad con que uno se aferra la vida, sea en las condiciones que sea.


El acercamiento que plantea Tarr y Krasznahorkai es uno en el que la atmósfera y las acciones sumerjen al espectador de lleno en el mundo en que vive dicho personajes. No hay explicaciones, aunque se incluya una especie de narrador omnisciente. No hay un sentido ulterior escondido, si bien la división en seis días ha permitido que algunos críticos y reseñistas vean en ello una alusión irónica a la creación del mundo en seis días del Génesis. Ciertamente Tarr juega con tales alusiones, pero ellas no dan pie a la construcción de sentido alguno. Es más importante lo que ocurre y la sensación que transmite. Andrew Scheknter nota acertadamente el modo en que el sonido y la imagen construyen ese mundo opresivo en la que no hay salida. El caballo de Turín es una película casi atmosférica en la que lo que tradicionalmente se llama historia pasa a un segundo plano. Tarr cuida el uso de cada sonido, y la imagen en blanco y negro se detiene en las arrugas del viejo y en los derruidos muros de la casa en que viven. Si hay algo significativo en esta cinta, y en el cine de Tarr, es mirar lo que muestra la imagen, reconocer en lo que aparece en pantalla una cualidad única.


El énfasis en la mirada lo gana la película por una toma larga y continúa, muchas veces estática, de lo que sucede en el filme. De hecho, la cinta abre con un largo plano-secuencia que sigue a cochero, caballo y carreta por un neblinoso campo. La cámara toma al caballo sudoroso, al viejo que aguanta el viento que comienza a soplar, y a un paisaje casi abstracto en el que no se ven claramente dónde estamos. Tarr mediante su toma invita a mirar con mayor atención lo que ocurre, para observar, al tiempo que ha impuesto un entorno que ya de por sí produce sensaciones y asociaciones. Esta cualidad ha generado ya malentendidos como el comparar el cine de Tarr con el cine de Tarkovski. Sin embargo, los objetivos de ambos realizadores son casi opuestos, el mundo metafísico de Tarkovski está muy lejos del de Tarr. Lo que encontramos en Tarr es una constante afirmación de lo concreto, de lo que muestra la imagen.


Es bueno recalcar aquí como Tarr ha adaptado varias novelas -o fragmentos de novelas- de Krasznahorkai. En los libros del autor húngaro las frases son largas, digresivas que se bifurcan como ríos. Krasznahorkai ha dicho que su intensión es imitar más el lenguaje coloquial en el que no necesariamente se tiende a usar frases cortas con un propósito claro. Es una recuperación del lenguaje y su vitalidad. Por otro lado, la toma larga en Tarr intenta recuperar la expresividad de lo que ocurre concretamente, lo que no sería posible de tratarse con una planificación distinta. Los propósitos de Tarr y Krasznahorkai son afines, aunque diferentes. Ambos, sin embargo, se complementan bien y permiten producir obras cinematográficas y literarias de gran calidad.


Ahora, es verdad que la cinta dura 6 días, que utiliza un largo monólogo  de un vecino que parece cifrar el sentido del desastre que viven los personajes, y que incluso la anécdota aquella de Nietzsche parece sugerir un sentido. El film de Tarr se niega a ello, no obstante. Es particularmente ejemplar el modo en que utiliza un narrador en apariencia omnisciente que, sin embargo, no da muchas luces sobre lo que ocurre, pues cuando fragmentariamente comenta una escena apenas da información sobre la escena en particular. La fábula y la narración están intencionalmente truncadas en El caballo de Turín. No hay posibilidad de configurar un sentido completo. El caballo de Turín es casi una alegoría que, en todo caso, no transmite significado alguno. Schekner nota bien ello, si bien describe a la película como fábula cíclica. No es cíclica, ni alcanza a ser fábula, pues en este mundo de catástrofe no hay ni posibilidad para ello.


Es notoria la conexión con Beckett como anota el mismo Schekner. Pero no sólo con la trilogía, sino también con el teatro de Beckett, en particular con obras como sus dos Actos sin palabras, o La última cinta de Krapp. El resaltar las rutinas y el modo en que sus personajes las siguen realizando sin razón ninguna resulta más que una afinidad. El caballo de Turín es una película tremendamente beckettiana, pues plantea también un límite en el lenguaje -cinematográfico- partiendo de un desarollo dramático muy tenúe. Rutinas que son tan reiterativas como la pieza musical compuesta por Mihaly Vig para la película que suena una y otra vez hasta que ya no suena, hasta detenerse. En algún momento esa rutina se va atrofiando también hasta inmovilizarse. La creciente inmovilidad que acompaña al desastre se ve conjugada con una especie de atrofia de la misma narrativa de la película, cual si a la cinta se le fuera agotando el combustible que vemos al final se le acaba a la lámpara de aceite. El inexorable fin es lo que se presencia en El caballo de Turín. Nuestras interpretaciones son incompletas, aunque haya algunas como las de Rafael Argullol o Javier Avilés que me convenzan. Pero por encima de ellas está lo que ocurre en el film, lo verdaderamente inefable.


Jonathan Rosenbaum observaba lúcidamente lo que repetidamente he puesto aquí: la película se trata más de una experiencia que de una fábula. Las interpretaciones no reemplazan lo que se siente al ver a aquella mujer a la que su propio cabello le oculta cara mientras el viento le impide casi caminar. Una imagen que me cala los huesos. Tarr se ha acercado a concretar una cuestión que parece muy abstracta, esa certeza del fin que todos tenemos. Lo ha hecho con unos recursos mínimos, pues quizás no se trate de una cuestión tan extraordinaria como el fin del Mundo


Valga anotar, antes de terminar, que Tarr sigue sus procedimientos radicalmente sin tener en cuenta la dramaturgia convencial. Rosenbaum acertadamente afirma cómo estos esquemas tradicionales han sido y son subvertidos por varios realizadores, lo que no significa que de ellos, incluyendo a Tarr, uno no  los pueda ver con placer y satisfacción. El crítico estadounidense adscribe la cuasi-censura que sufre este tipo de cine a un problema de su país, pero no hay sino que leer algunas críticas de otros lares para notar que no es así. El caballo de Turín es una gran película por su capacidad de recrear la desolación de un par de personajes que irremediablemente van pereciendo. Sus imágenes son marcas que lentamente se avivan en uno, y que le dan la sensación de que si ha de haber fin debe ser como lo muestra Tarr. Hasta cierto punto la última cinta de Tarr no es sino una anti-teología que exhibe el fin de un mundo puramente material. Claro está que esto no es más que otra interpretación.



* Traducción mía de la traducción inglesa del texto que aparece en una entrevista que FilmComment hizo a Bela Tarr. Los errores son míos.











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