Holy Motors


Puede ser que un film como Holy Motors sea producto de la edad. Llega el tiempo en que se vive más rememorando, nostálgico de los años ya pasados. Ahora sucede con el Cine lo mismo que con la Novela, quizás; muchos anuncian su muerte porque sencillamente la tecnología, sus modos de reproducción y su hacer han ido cambiando. El Cine como existió en buena parte del siglo XX ya no existe. Y quizás Holy Motors parte de una nostalgia sobre lo que fue hacer Cine, si bien la cinta también es una celebración del audiovisual, y del cine de hoy. Pero esas son mis interpretaciones y nada más, y lo realmente relevante no es esto, sino ver un film que es capaz de provocarlas, que tiene la suficiente visión y repercusión como para dar pie a una visión más amplia del Cine (y de la vida, para usar términos grandilocuentes). Lo mejor que se puede hacer con una cinta como Holy Motors  es dejarse llevar, y, más tarde, cada quien puede darle sentido a aquella experiencia. De qué nos sirve a veces interpretar una imagen como la de toda una sala de cine con espectadores con los ojos cerrados ante la función si de por sí esa imagen ya lo dice todo.


Holy Motors, en principio, narra la travesía de Óscar (Denis Lavant) a través de París. Su trabajo es interpretar una lista de disímiles roles -una anciana mendiga, un asesino a sueldo, un loco furioso, etc.- en distintas locaciones de la ciudad.  Óscar se traslada en una larga limosina blanca conducida por Céline (Edith Scob), quien atiende fielmente a su pasajero y se preocupa por su inapetencia. Por lo demás, no hay otra conexión entre las diferentes escenas que protagoniza Óscar; cada una tiene su tono, cada una su tempo. Hay muchas películas en Holy Motors. Tan sorprendente es la versatilidad de Lavant como intérprete para acomodarse a cada escena, como los recursos con que Carax permite que su estética mute constantemente para adecuarse a un nuevo escenario. Más allá de una narración convencional, en Holy Motors Carax supedita la narración al acto y su forma estética: una escena que se impone a las aceptadas reglas de un insípido realismo. Se trata de un cambio de énfasis que lleva a las imágenes a ocupar un lugar privilegiado sobre la narración y configuran una cinta abierta, alucinante y, nunca mejor usado este adjetivo, poética.


No es arriesgado decir que Carax es un heredero del Surrealismo y del Romanticismo, y que su cine es tanto una vindicación de dichas tradiciones como, en particular en Holy Motors, una evocación nostálgica de ellas. Carax es un heredero, pero también juega con ella, las cita como cita a otros filmes y a su propia filmografía para que todo elemento se conjugue a la dinámica lúdica de la cinta. Se puede ejemplificar sencillamente con una cita que no es fílmica: antes de que aparezca Kylie Minogue en otra escena suena varias veces la canción Can't Get Out of My Head de Kylie Minogue. Más tarde en la escena en que comparte Óscar y Eva Grace (Kylie Minogue), ambos anhelan un amor del pasado que terminó hace mucho tiempo, si bien de alguna manera a uno de le da la sensación que él no la pudo sacar de su cabeza. La presencia de la canción no sólo anuncia la próxima presencia de la cantante pop en el film, también anuncia el motivo de la escena. Inclusive una canción como la de Kylie Minogue se suma a la constante presencia de la nostalgia, el anhelo del pasado porque  tanto a Óscar como a sus acompañantes los persigue la vejez y el fin. El trabajo de Óscar parece estar acechado por un aura de decadencia que hace presentir su fin. ¿Acaso el fin del cine? Por supuesto, pero también su resurgimiento.



Bien puede ser que Holy Motors encaje perfectamente con la idea de obra del estilo tardío que planteó Said. La presencia de la decrepitud, de situaciones que aluden al desgaste físico y a la muerte es constante, una vida que ha ido más lejos de lo que debía, una obra de una edad que supera la esperanza de vida. De hecho, se debe subrayar que la película aún cuando abandona la narración convencional, nunca abandona la narración como tal; más bien la utiliza para crear una cinta que no se rige por los dictados de lo que se supone debe ser una historia. Ni una obra de vanguardia, ni una convencional, una obra tardía. El goce de Holy Motors supone permitir que sean más las sensaciones y emociones de cada escena las que lo arrastren a uno, y no el de seguir un hilo al que se atan todos los nudos de una única historia; y, todo hay que decirlo, no todas las escenas producen el mismo placer. A Carax hay que aceptarlo a pesar de sus barroquismos e irregularidades, pues finalmente se trata de un film que podía ser infinito, al que se le podía seguir añadiendo escena sin cesar, porque raramente en eso Holy Motors se parece más a la vida que tantas otras cintas que hoy alegan realismo por estar basadas en hechos reales.



Una vez termina la jornada de Óscar, para quien solo le queda el papel que le estaba reservado para la noche, se acaba el film. El final es delirante como para que la nota con que termina la cinta concuerde con la percepción del espectador. Más jornadas han de aguardar a Óscar y a Carax. Ver un film como Holy Motors es como redescubrir la libertad que tiene el cine como forma artística para ir más allá de las convenciones, y es  una evidencia de la emoción que es capaz de producir genuinamente todavía. El cine no ha muerto. Holy Motors es un desenfadado alegato a su favor, en el que irónicamente se nos recuerda de la perennidad de todo. Un día llegará la muerte, un día se terminarán estos divertimentos. Carax lo reitera en más de una manera. Queda celebrarlo mientras quede tiempo, mientras haya medios para hacerlo.




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