El gran hotel Budapest


Un silencio inusual habita el comienzo de El gran hotel Budapest. Un silencio que tiñe el principio de un tono de canto fúnebre; luego habremos de introducirnos en una historia que ocurre en el crepúsculo de un mundo hoy desaparecido. Nunca antes una comedia de Wes Anderson fue tan consciente de ser una elegía, nunca antes fue tan melancólica. El gran hotel Budapest revive los recuerdos de un pasado completamente acabado con ironía y humor; parte de la nostalgia para, como en los viejos cuentos de hadas, sumergirnos por un lapso de tiempo en una encantadora fantasía. Fantasía que no oculta los horrores del telón de fondo que en esta ocasión Anderson ha escogido por escenario. Los referentes históricos son evidentes y, por tanto, parece que Anderson se aventurara en una geografía desconocida en su filmografía. No es así. El director estadounidense mezcla astutamente dichos referentes junto con tradiciones literarias puntuales y con su propio estilo, cada vez más acendrado, para convertir en terreno reconocible lo que en principio parece ser para el director completamente extranjero. Tanto es así que El gran hotel Budapest avanza con la levedad de una fábula ya sabida. Lo que nos descubre, sin embargo, es un mundo complejo acosado por lo que pronto traerá los hórrores de la guerra y la barbarie. Lo que trae para nosotros son fantasmas de un mundo que se ha acabado y personajes que no hacen sino recordarlos. Hoy vemos la comedia más melancólica de todas, una que desde el principio nos anuncia con su silencio que hemos de ver un mundo feliz todavía, un mundo extinto.



La cinta ocurre en la república de Zubrowska, ubicada imaginariamente en el centro de Europa. Una joven rubia visita el busto de un afamado escritor, lleva un libro rosado que comienza a leer. El mismo escritor ya viejo (Tom Wilkinson) recuerda a continuación el origen de uno de sus famosos relatos para un programa de televisión. Su relato parte de una temporada en que se aloja en un decadente hotel cuando todavía era joven (interpretado entonces por Jude Law) en los 60. Allí conoce al misterioso Sr. Mustafa (F. Murray Abraham), quien con nostálgica voz recuerda su juventud en el mismo hotel en los años 30. Zero (Tony Revolori), el mismo Mustafa joven, comienza su carrera como botones en El Gran Hotel de Budapest bajo las órdenes del puntilloso dandy Sr. Gustave (Ralph Fiennes). Gustave es un competente conserje que mantiene una amistad íntima con las ricas ancianas que se hospedan en el hotel. Zero se inicia en las labores del hotel con gran entusiasmo y admiración por Gustave. Pronto Zero conoce a la pastelera Agatha (Saoirse Ronan), ambos se enamoran perdidamente uno del otro y planean casarse. Sin embargo, este idilio se ve amenazado. Una de las ricas ancianas, la poderosa Madame D. (Tilda Swinton), es asesinada días después de partir del hotel. Gustave y Zero se apresuran a dar el pésame. Para sorpresa de ambos en el testamento que en ese misma noche lee el abogado Kovacs (Jeff Goldblum) se le otorga a Gustave un cuadro de valor inestimable. Los celosos hijos de Madame D., encabezados por Dmitri (Adrien Brody), no quieren permitir tal y usan todos los medios imaginables para hacerse con el cuadro y eliminar al conserje. Gustave es encarcelado bajo la sospecha de ser el autor del crimen de Madame D. Es entonces cuando Zero buscara ayudar a Gustave para deshacer este entuerto, y también procurara develar la verdad sobre el crimen; una cuestión difícil porque tendrá que ayudarlo a huir de la cárcel y evitar la persecución de Henckles (Edward Norton), la cabeza del cuerpo policial, y Jopling (Willem Dafoe), el sicario de Dmitri. A pesar del tono sombrío y de las señales que nos llevan a descubrir tras la fábula la violencia y barbarie de la guerra, El gran hotel Budapest es tambíen una comedia llena de vitalidad y humorismo. Un leve cuento de hadas con intriga de asesinatos y muertes sobre tiempos ya terminados.


Volvamos al principio, a esa serie de escenas que parecen preludios interrumpidos hasta que por fin dan pie a la historia central. Anderson recurre a la técnica de las muñecas rusas para poner en evidencia la carga subjetiva del relato que vemos, su distorsión inevitable; si bien su función en este caso se relaciona más con una perspectiva de lo lejano que es para nosotros el mundo en que se desarrolla el centro de El gran hotel Budapest. La técnica es una forma de enfatizar el Érase una vez de los cuentos de hadas. M. Gustave H. es el héroe desaparecido que  recuerda la película. Representa a su manera una actitud y una forma de ver la realidad que ya no va a caber en los años venideros. El savoir-faire, la puntillosidad y el gusto que caracteriza a todo un dandy se convierte en la cinta en cualidades asociadas con una sociedad que ya no existe. En particular porque los paisajes más cercanos a nuestro tiempo son lugares en los que parece no haber espacio para ello. Y aunque Gustave sea tanto caballero andante como Quijote,  en vano intentando revivir una tradición acabada o del todo inexistente, en últimas Gustave se convierte como el hidalgo en el personaje admirable de la ficción de Anderson. Ficción en la que también se nos anuncia que ese modo de actuar se ve agotado por la violencia y por el tiempo. El gran hotel Budapest es al mismo tiempo una celebración y un entierro de un mundo de fantasía. Los tonos y escenarios son claramente reconocibles en la filmografía de Anderson. El estilo es cada vez más acentuado: las tomas frontales y los giros de 90 grados se suceden uno tras otros, así como las mencionadas muñecas rusas. Casi como si Anderson le respondiera a sus críticos utilizándolas con mayor reiteración. En El gran hotel Budapest el estilo se acentúa para contribuir a la configuración de un mundo de fantasía -o  uno de casas de muñecas como algunos críticos ya han acuñado para Anderson. Lo más remarcable, en todo caso, es que con mayor efectividad la cinta deja entrever la brutalidad de la realidad y del paso del tiempo. La levedad del estilo de Anderson triunfa al conseguir que comprendamos que tras la comicidad inmediata del relato yace una nostalgia irremediable. No hay necesidad de ser explícito o de recurrir a lo que semeja el documental para dar un tono de verdad a lo que de por sí no son más que ficciones finalmente.

 
Al finalizar la cinta en un intertítulo Anderson reconoce una deuda con el escritor Zweig en quien se inspira para este film. En buena medida la mezcla de ironía y nostalgia son rasgos comunes tanto para Zweig como para Anderson. La narración nostálgica sobre una sociedad crepuscular que finge seguir existiendo cuando las evidencias de su decadencia son incontestables es común a muchos otros autores. El gran hotel  Budapest es quizás una versión leve y fantasiosa de lo que para otros viene a ser el fin de Europa, o mejor de un tipo de civilización que se reconoce como europea en la literatura de Musil o Magris. Ciertamente la versión de este film de Anderson dista de la intelectualidad de, digamos, El hombre sin atributos. Pero hay una increíble afinidad en el sentido de ambas. En notar que la sociedad que acabó con las grandes guerras del siglo pasado y que algunos llaman Europa -lógicamente no el continente, ni sus legados, terminó entonces. La versión de lo que era esa civilización en El gran hotel Budapest es notoriamente allegada, como nota con gran perspicacia Glenn Kenny, a la literatura de Nabokov. De hecho, Kenny anota, los rasgos entre el autor ruso-estadounidense y el director son más cercanos de lo que en un principio uno podía imaginar. El estilo cuidado -puntilloso- de ambos, la noción de ligera fantasía que mueve sus ficciones, y el grado de lucidez y perspicacia que les permite discernir realidades sombría e incluso macabras a través de relatos en apariencia convencionales y tocados de un dejo de levedad. Nabokov repetía tercamente que finalmente toda ficción no era sino un cuento de hadas, y Anderson parece seguir fielmente tal mandato. Así también Anderson adapta para su film otros legados:  las incursiones de Lubitsch en su comedia durante la II guerra,  las comedias de Hawks, la precisión del ritmo de los films de Hitchcock. El gran hotel Budapest avanza con la fluidez de una de esas aventuras, ya no tan comunes, en terrenos relativamente desconocidos y que aún semejaban una especie de hogar. Las afinidades entre Anderson y Nabokov no se detienen si uno quiere exagerar: del mismo modo en que Nabokov persistió en sus cuentos de hadas en su vida de exilio, Anderson persiste en contar cuentos de hadas en un panorama en que se moderniza sin mayor atractivo a los cuentos de hadas para que se vean más ópacos y más vacíos. Valga anotar, antes de terminar, que es increíble que estas nuevas adaptaciones pasen por alto la importancia de la nostalgia en los cuentos de hadas: todos sucedían en un tiempo muy lejano, irrecuperable. El inevitable decurso del tiempo era la lección de los cuentos de hadas ejemplares, algo que ya no sucede en esas nuevas versiones bastardas.


Javier Marías decía de Lolita que era la novela más melancólica. Puedo adaptarlo hoy para decir que de las cintas de Wes Anderson, El gran hotel Budapest es la comedia más melancólica. El silencio que abre la cinta de nuevo se hace presente en el final. A pesar de la feliz aventura que compartimos con Agatha, Zero y M. Gustave llegan nuevos dramas, la soledad y el fin. También la guerra, la barbarie y otro mundo. Uno distinto en el que ya no hay lugar para hoteles como el Gran Budapest, ni para conserjes como Gustave. En buena medida la levedad ya tan mentada aquí nos sirve como decía Calvino para poder soportar los hórrores de la medusa, nos sirve para vencerla como hizo Perseo. Víctoria pírrica, diría, aunque igual nos sirva de consuelo. La fantasía de Anderson nos obliga a mirar la desolación de nuestro presente, el estilo ilumina con mayor énfasis esta situación, y en ello triunfa. Ciertamente esquematiza, achata, distorsiona; como ocurre siempre en los cuentos de hadas. El gran hotel Budapest tiene mucho de cuento, de relato breve. Piglia afirmaba que todo cuento narra dos historias: una literal y evidente, una que recorre la superficie, y otra que subyace dentro del relato, otra secreta. Bien puede que esta reseña divague demasiado sobre lo que supongo debe ser el relato secreto de El gran hotel Budapest. No significa que esto no le impida a uno deleitarse con su galería de personajes, con su humorismo y con el cuidado conjunto que permite que la comedia de Anderson no se simplifique a un gag o a una vulgaridad. Es fácil aceptar ser huésped del hotel Anderson si se tiene el temperamento para admirar la forma admirable en que se conjugan hoy las estrategias que el director ha venido usando en toda su carrera. Claro está, no todos tienen ese temperamento. Menos en estos tiempos en que se trata de actualizar tan torpemente la superficie de los relatos viejos y se olvida que toda buena ficción debe leerse por sus secretos también.


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