Magia a la luz de la luna (Magic in the Moonlight)

 
Repetir ciertos hábitos nos produce un innegable consuelo. Ver una fantasía conocida puede adormecernos y volverse en una costumbre difícil de dejar. A veces los films de Woody Allen se parecen tanto que parecen indifirenciables, y a ratos uno nos los puede dejar; tienen un encanto especial que los recubre para que uno los pueda degustar -¿o es acaso la costumbre? Cada año una nueva cinta ha sido el hábito por más de dos décadas para el director neoyorkino, y ahora Magia a la luz de la luna regala una reiterativa fantasía no carente de encanto.Incluso cuando uno ve, como tantos otros espectadores notaron, escenas como la de observatorio y con nostalgia recuerda que ya vio algo muy parecido en Manhattan, todavía una vitalidad y una magia se desprenden de la misma cinta. Ese gusto quizás se deba a que uno como espectador también se aferra a relatos y ama las fantasías románticas de Woody Allen. Magia a la luz de la luna es una fantasía que revisita terreno ya conocido para el director sin una luz nueva, sin una lucidez demoledora, pero con un encanto inusual de alguien que ama este tipo de historias. Probablemente esta cinta cale bien en un grupo de espectadores principiantes para la filmografía de Allen, o en sus más férreos fanáticos. Es un film menor que todavía rezuma el ingenio juicioso y disciplinado de todo el equipo de rodaje y de su propio director.


Es el final de los años 20. Stanley (Colin Firth), famoso mago que anda algo aburrido, es contactado por su amigo Howard (Simon McBurney) para que desenmascare a una médium que tiene engatusada a una rica familia estadounidense residente en la Rivera francesa. El escéptico y gruñon Stanley acepta con el gancho que podrá de paso ver a su querida tía Vanessa (Eileen Atkins) -y también por el ánimo que el reto infundiría a su, repito, aburrida existencia. La encantadora y bella Sophie (Emma Stone) no encaja con la idea tradicional de médium, pero en principio eso no será barrera para que Stanley intenté identificar el mecanismo del engaño. Previsiblemente la racionalidad de Stanley irá cediendo y, sin darse cuenta, habrá sucumbido también a la médium -y ella también habrá sucumbido a él, aunque su encanto sea más problemático, pues Stanley no deja de ser el inteligente y egocéntrico mago que por un minuto no deja de emitir sarcasmos. Tanto sucumbe Stanley que abjura en un punto de sus creencias, para luego, como también hemos de predecir con facilidad, descubra que en el fondo no había sino un truco para dejarlo en ridículo. Magia a la luz de la luna, sin embargo, subrayo, es una fantasía. Y como fantasía se las arregla para darle espacio y, con todo y engaño, dejar que el amor sobreviva, una ilusión más que sin duda da un mayor consuelo. Felices terminan todos como en las viejas comedias, y sin haber perdido ninguno de sus defectos como si fuera una obra ligeramente moderna.


Magia a la luz de la luna muestra otra variación del romance vagamente irreal que tanto ha fascinado a Allen. Su comedia romántica es un género fantástico que cada vez más parece tranquilizarse repitiendo eventos y recompensas habituales. Fantasía, claro está, sin los elementos mágicos de tantos otros films, ya que en Magia a la luz de la luna casi todo tiene una explicación racional y, digamos, realista. Excepto el mismo romance que parece ampararse en un idilio bellamente fotografiado y cuidadosamente producido. Sophie y Stanley vagan por ensoñadores parajes sin mayores sobresaltos y como si no se dieran cuenta se enamoran -esto es tanto observación elogiosa como crítica. El ambiente de ensoñación, no obstante, fascina y queda un aura de intensa añoranza. Casi que puede que Magia a la luz de la luna sea el film más "ambiental" de Allen y que su capacidad de encanto resida en revivir una nostalgía que el director siente intensamente. Nostalgia no por una época histórica, evidentemente, sino por las películas vagamente fantásticas que tenían a los 20 como trasfondo, así como por una lectura romantizada de obras como El gran Gatsby de Fitzgerald. Nos inundamos en la nostagia que ilumina esta nueva cinta, a pesar de que ya conocemos con tanta certeza como se ha de ir desenrollando la trama, y como ha de concluir el relato. Magia a la luz de la luna da nuevas muestras de agotamiento, si bien también de esa tenacidad con la que su director persiste en la realización -no siempre satisfactoria- de sus pequeñas y generalmente maravillosas obras.


Pero vayamos, de nuevo, a la repetición. Vemos otra vez a una pareja que se detesta inicialmente correr por un tempestad intempestiva hasta un observatorio. Ya no en Nueva York sino en la Rivera francesa. Más convenientemente ahora anochece y con el cielo despejado Sophie y Stanley pueden ver esas estrellas y no los modelos por los que vagan Mary e Isaac en Manhattan. Mientras en Magia a la luz de la luna el idilio es perfectamente fantástico, en Manhattan parecía un azaroso suceso que provocaba un romance inesperado. Ciertamente la última cinta de Allen tiene algo de excesivamente construido -y conocido además. Es como ver la fantasía que sus personajes anhelaban en su neurótica realidad, puesta en escena sin mayores matices. Vale anotar que si uno conoce la obra de Allen reconoce como el director ha ido usando material ya publicado o filmado para sus obras posteriores. Diálogos y situaciones completas se trasladan de una obra a otra como una forma de reciclaje y expansión. En buena medida el director mostraba con suficiencia que podía elaborar sobre un tema ya visitado, como si fuera un músico que repite un tema musical para buscar nuevas posibilidades. Así uno podía intuir que Magia a la luz de la luz es una revisitación para obtener nuevas perspectivas sobre una fantasía. No es así. A Woody Allen por momentos el tiempo parece haberle dado la oportunidad para consolarse filmando las fantasías de un pesimista acomodado. Magia a la luz de la luna es un cuento de hadas sin ambages, chato, ensoñador y nostálgico. No hay tanta revisitación sino esa aura de imaginación que por fin se despliega sin otra necesidad que satisfacerse a sí misma -y esto es bueno y malo a la par. El agotamiento parece haber llegado, pero todavía nos queda ese oficio tan dedicado y el compromiso con un modo de narrar simples historias de un verdadero artesano.


Viejas historias, mismos hábitos, nuevos rostros. Así podíamos titular una reseña sobre Magia a la luz de la luna, si bien sería un tanto injusto. De hecho el film es perfecto para los neófitos en la filmografía del gran director neoyorkino. Probablemente sea un error decir que el incansable narrador ya agotó sus temas, aunque Magia a la luz de la luna no traiga ninguna novedad. Eso sí todavía tenemos el viejo encanto que adoran los fanáticos -y que algunos espectadores ya no soportan. No debíamos apresurarnos con los juicios sobre las nuevas cintas porque, como anota Peter Bradshaw, ya ha demostrado una capacidad de reinvención sorprendente. Y acaso esta Magia a la luz de la luna sea una muestra del estilo tardío del director. Una cinta que ya no se preocupa por abordar tramas novedosas, sino por recrear con un material conocido como una fantasía nueva, llena de añoranza y al mismo tiempo terriblemente viva. Quizás haya un cambio de énfasis en la cinta, o quizás simplemente quiero justificar mi preferencia por una comedia romántica relativamente convencionales a pesar de que racionalmente debía criticarla. Es la preferencia que tenemos todos por hábitos muy particulares y por fantasías muy definidas. Ir al cine para ver la más reciente cinta de Woody Allen, no soy el primero en notarlo, se ha vuelto una costumbre con la que uno se consuela, así como tantos otros esperan una nueva canción de los Rolling Stones que suene igual que las canciones viejas. Existe un placer en la repetición, una seguridad. Tal vez Magia a la luz de la luna es ideal para aquellos que se ilusionan con emborracharse con la cerveza de siempre, algo que la cinta consigue con ajustada precisión.




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