Leviatán

 
Todo va rumbo a peor. En medio de los paísajes de la fría Siberia lo que parece un drama menor va revelándose como una tragedia irremediable. Leviatán, la nueva cinta de Andrey Zvyagintsev, cuenta una historia terrible y sublime que conjuga notablemente lo pequeño y trivial con lo más trascendental y majestuoso. Zvyagintsev sabe muy bien la verdad que reside en lo que decía Tolstoi de que al pintar su aldea, pinta el mundo. De hecho, la frase cobra otro sentido a la luz de este Leviatán. Para ver los destinos comunes de todos nosotros, pobres seres humanos, es necesario ceñirse a los colores y tonos del villorio en que nos fue dado nacer. Leviatán es un relato desolador de la más absoluta "rusidad", cuyo alcance, como nos decía Tolstoi, es global. La cuarta cinta de Zvyagintsev muestra que ya estamos ante la obra de artista consumado que despuntó como prodigio con su magnífico debut en El regreso. Leviatán es la obra de una cineasta consagrado en su oficio que sabe balancear su film para que partiendo de lo pequeño abarque lo más grande, para que, en conclusión, nos ofrezca una película rotundamente bella y efectiva.


El film comienza con panóramicas de la costa del Mar de Barens. Imágenes hermosas y desoladoras. Lentamente aparecen las pequeñas figuras del drama. Kolya (Aleksey Serebryakov) es un mecánico que vive en una pequeña propiedad en un pueblo perdido de Siberia. Sus derechos, sin embargo, están amenazados porque el corrupto alcade, Vadim (Roman Madyanov), quiere desposeerlo y convertir la propiedad en terreno para una construcción pública. Kolya no va a ceder su ancestral propiedad fácilmente y para ello recibe ayuda de un antiguo compañero, ahora convertido en exitoso abogado, Dmitri (Vladimir Vdovichenkov). Pero en la sociedad que vivimos, con todos nuestros defectos, es realmente poco el margen de acción, y el más nimio fallo se volverá en nuestra contra. Así que antes que la restitución de sus derechos, no habrá justicia ni para Kolya, ni para su joven esposa Lilya (Elena Lyadova), ni para el hijo de su primer matrimonio, Roma (Sergey Pokhdaev). A la manera de las tragedias antiguas, sus destinos están condenados al infortunio. Leviatán es a un tiempo un trágico drama menor como un retrato ácido de la sociedad rusa de provincias, y de la sociedad rusa en general, y, en cierta medida, un retrato de una sociedad cualquiera también. Con el peso de lo inevitable la cinta avanza hasta su doloroso desenlance, que es cerrado por una rabiosa secuencia paródica. Leviatán es un esmerado conjunto que con contundencia cuenta una pequeña tragedia.


El estilo de Zvyagintsev ha madurado hasta conseguir ya una invisibilidad, de modo que podía catalogarse al director como autor clásico. Un clasicismo, si queremos seguir usando el término, que posee las peculiaridades de un director que ha absorbido tanto una amplísima tradición dramática y novelística, como ha ido sumando otra tradición contrapuesta en la que el cine sigue el decurso cotidiano de la acción, carente de toda imposición dramática -un cine que puede ser etiquetado como anticlimático.Ya en su film anterior, Elena, Zvyagintsev había dado pasos hacía lo que consigue hoy con Leviatán. Una mezcla que se ubica en el centro de las dos tradiciones para beber de ambas, un drama de la cotidianeidad que repercute profundamente como lo hacían esas sumamente meditadas tragedias de antaño. La cinta es la perfecta mezcla de Jeanne Dielmann con el Rey Lear. No es un lugar común, ni una asociación fácil decir que Zvyagintsev es un heredero notable de la narrativa de Dostoievski y de sus atormentados personajes. En la galeria de personajes del novelista ruso se pueden hacer parangones y hallar parecidos con los vívidos personajes de la Rusia de hoy que este nuevo filme pone en escena. Leviatán recurre a tradiciones, con una perspectiva inusual y con un énfasis en la contemporaneidad que enraiza el film en nuestro día, y las hace trascender para equipararse a esa larga herencia.


En su reseña, Chuck Bowen nota la naturaleza paradójica del film, lo trascendental surge de lo trivial, la tragedia está inmersa en la más palpable banalidad. Es todo un logro ver como Leviatán no disminuye ni distorsiona el drama humano, al tiempo que subraya la futilidad de nuestra estancia en el planeta. La relectura que propone la cinta del libro de Job, del Leviathan de Hobbes, de la narrativa de Dostoievski y de la filmografía de Tarkovski son afines, quizá, a interpretaciones de nuestra sociedad en tono cuasi-kafkiano. La sociedad de Kolya es una cárcel en la que hasta su más mínimo acto va a ser utilizado para que el poderoso Vadim haga lo que desea. La cinta es una radiografía con la que, como sin quererlo, las instituciones gubernamentales, judiciales y religiosas se develen como unas organizaciones huecas que sirven más como cáscara para promover intereses particulares que como lo que pregonan ser. Los débiles y humillados deben doblarse ante el efectivo actuar de un estado que utiliza sus debilidades y las ambigüedades de la vida cotidiana como motor para su acción. Es una visión sombría y pesimista que da un luz terrible sobre la Rusia de hoy, si bien esto no es exclusivo de Rusia, obviamente. En ese sentido vale la pena reflexionar en que los actos públicos -la lectura de una sentencia, una misa- se han transformado en rituales que imponen un poder, pero está exentos del significado que dicen entrañar. Zvyagintsev demuestra un ojo atento para revelar, sin hacer del film una burda sátira, el sinsentido que impera en estos actos. En el segmento final Kolya se encuentra con un sacedorte (que varios han descrito como sacado de una novela de Dostoievski, pero a mí me parece más sacado de Moby Dick)  al que le pregunta por la razón de sus males. Con sinceridad el sacerdote recuerda la historia de Job y le pide que tenga fe en su Dios. Kolya no tiene siquiera un Dios, y en el pueblo en que vive ese parece ser un lujo que no le ha sido otorgado.Sin concesiones el film desciende hasta su trágico final.


La cinta concluye con una furiosa y satírica secuencia en una iglesia ortodoxa. Una apreciación que contrasta con el leve defecto que en ella ve Godfrey Cheshire: tanto el final como algunos partes claves de la cinta no tienen la intensidad dramática que deberían, afirma. En mi opinión, estos vacíos son deliberados ya que Zvyagintsev está haciendo confluir toda esa tradición dramática con una que no lo es -o no lo es en el sentido canónico. En nuestra vida cotidiana no tenemos las respuestas a todas los interrogantes, ni todo el dolor proviene de situaciones que son propiamente dramáticas. Hay un cine que se mueve en esa vía. Zvyagintsev se alimenta de éste cine como de otro más tradicionalmente dramático. O, quizás, también, esto se deba a que haya cuestiones que pueden ser terriblemente dramáticas en una cultura y no verse así en otra. Tal vez haya algo intraducible todavía en el cine ruso para nuestras percepciones occidentales. Volvamos a la frase de Tolstoi. Pintar la aldea para pintar al mundo. Las verdaderas obras de artes nos hacen releer -y ellas reescriben también- esas frases célebres, como también nuestras culturas. Leviatán nos ofrece un ejemplo concreto de lo que dijo Tolstoi, al tiempo que nos recuerda que para tener una mejor comprensión de otros debemos esforzarnos por conocerlos. La cinta de Zvyagintsev es un majestuoso relato sobre el pequeño litigio, con final trágico, de un mecánico corriente de un pueblo de Siberia.  Por otra parte, el retrato que la cinta provee de sociedad rusa actual es, a grandes rasgos, aplicable a muchas otras corrupciones mucho más cercanas a nuestro entorno. En definitiva, Leviatán es la historia trágica de un Job actual en un mundo ya no habitado por Dios, sino solo por el mar, el viento, las rocas y el leviatán.


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