La tierra y la sombra
-Look, life itself is the object
of art.
Michael Haneke
Hay cintas que no
terminan cuando se acaba la función. Nos acompañan por días y cambian nuestro
modo de ver, tanto que incluso nos hacen percibir nuestra cotidianidad con un
ritmo distinto. La ópera prima de César Acevedo, La tierra y la sombra, es una
de esas películas. Su sencillo relato deja una huella honda que va produciendo
su efecto con el paso de los días. El drama desolador que cuenta permanece como
un recuerdo cierto de nuestra vida. Es tan concreto el dolor de la familia que
protagoniza el largometraje como los cañaduzales que los cercan. La tierra y la sombra nos
invita a observar y sentir. La prelación de la cinta se encuentra en comunicar
a un tiempo un asombro ante el mundo que pone frente a nosotros, como el
sufrimiento de quienes ven que ya no hay lugar para ellos en una nueva
realidad. Se trata de un film poético que está fuertemente atado a lo concreto,
a sus personajes y al lugar en que ocurre. Al punto que uno tiene la impresión
de tener un conocimiento palpable del escenario en que se desarrolla la cinta
una vez concluye su metraje. La
tierra y la sombra narra una agonía y una derrota. Sentir que una
realidad desaparece, que un mundo se acaba, esta admirable cinta cifra su mayor
logro en concretar dicha sensación. El primer largometraje de Acevedo ya es una
declaración de madurez y de dominio de su oficio para ofrecer una propuesta
estética que sabe dar cuenta de un drama íntimo como de sus implicaciones, un
drama que puede leerse como narración literal y como metáfora de nuestra
realidad actual.
Parece una historia
sencilla la que cuenta La
tierra y la sombra. Alfonso (Haimer Leal) vuelve después de años de
separación a la finca en que vivió con su familia. Gerardo (Edison Raigosa), su
hijo, se encuentra gravemente enfermo, por lo que las mujeres de casa, Alicia
(Hilda Ruiz), esposa de Alfonso, y Esperanza (Marleyda Soto), su nuera,
trabajan como cortadoras de caña para sostener el pequeño pedazo de tierra
donde todavía se levanta la casa. Alfonso, pues, llega a velar de su hijo en su enfermedad,
a cuidar a Manuel (Felipe Cárdenas), su nieto, y a mantener limpio un lugar que
cada día es cubierto por una espesa superficie de ceniza. Los días pasan lentos
sin mayor mejoría. Gerardo se encuentra cada vez más enfermo, mientras que
Alfonso se sume en la sorpresa y la nostalgia que le produce el irreconocible
paisaje de lo que una vez fuera su finca y hoy no es sino un denso cañaduzal.
Salta a la vista que poco pueden hacer, aunque en el mismo Alfonso perviva un
conocimiento de otra época, de otra realidad en el que una naturaleza vivía por
fuera del escenario en apariencia inalterable de hoy. Un escenario en que los
cortadores de caña viven en un habitual descontento y una habitual resignación,
pues no pueden sobrevivir de otro modo. El final que acecha es desolador y, sin
embargo, esta familia, con todas sus peculiaridades, se alza con dignidad como
los personajes sobre los que debemos concentrar nuestra mirada. La tierra y la sombra es
un emocionante relato sobre un mundo que se acaba y sobre unos personajes que
resisten.
No se trata de una
historia nueva. La cinta de Acevedo retoma temas que han recorrido la narrativa
y la cinematografía regional, si bien aquí adquieren un tono personal. Podemos intentar
entonces hacer comparaciones que nos indiquen afinidades con otras obras. Ya
uno puede conectar el regreso de Alfonso, por ejemplo, con el de Juan Preciado
en Pedro Páramo. Un
viajero vuelve al lugar de origen para cumplir una promesa. Ya no es el hijo
quien regresa a cumplir la promesa a la madre, sino el padre que va a cuidar del
hijo moribundo. En este desplazamiento del relato se cifra un significado que
puede darnos pistas sobre los cambios que ha ido sufriendo el imaginario
latinoamericano en más de 70 años, más si tenemos en cuenta que vivimos en un
país donde nos hemos acostumbrado a que los padres entierren a sus hijos. Eso
sí, el mundo que buscan revivir ambas obras es uno que está a punto, cuando ya
no lo hizo, de desaparecer. No es menor reconocer entonces como la fotografía
de la película dentro de la casa hace que los personajes se vean iluminados por
una suerte de luz espectral, como si se tratase de un mundo fantasmal. Esta
ficción es un modo de recuperar un espacio que las transformaciones del campo
han ido clausurando. La tierra
y la sombra no surge de la nada y, de hecho, tiene unas raíces
acendradas en una extensa tradición. Las circunstancias que han llevado al
drama de esta familia son contemporáneas, si embargo. Efectivamente en la cinta se ven las
consecuencias negativas de un progreso que se ha hecho de espaldas a la población
que habita el campo, al punto de que se las ha convertido en personajes marginales. El largometraje les da cuerpo a esos campesinos
desplazados por un sistema que no les dio cabida a sus formas de vida. Ahora,
si bien la cinta se alinea con tantos movimientos artísticos que han visto con
celo el progreso; La tierra y la sombra busca que sus espectadores
compartan la perspectiva de esos personajes que son dejados al margen por dicho progreso. Es más revivir la
experiencia personal de quienes sufren su propia historia en nuestra actualidad.
Más que una tesis, la cinta es fiel al poder de representar un relato y darle
una forma estética, y en ello es exitosa. La tierra y la sombra es
tanto testimonio de ese fin, tanto como una relectura de una ficción tradicional que
se plantea desde la actualidad.
Ahora, la historia
que cuenta Acevedo es uno de los medios con que expresa desolación y asombro.
En La tierra y la sombra adquieren
mayor relevancia una observación atenta de una realidad que se presenta como
objeto de contemplación. El ritmo lento y el cuidado que cada plano implica, no
solo en su fotografía sino en el diseño sonoro y en una esmerada dirección de
arte, son parte también de los medios con que se producen las emociones que
comunica la cinta. En tanto que sus personajes siguen los dictados de una suerte
de naturalismo, intencionalmente se le impone a ese naturalismo un corsé que
puede verse como estetización, pero que es más un método para hacer concreto la
realidad emocional de los protagonistas de la cinta. El largometraje busca un
balance entre poesía y narración que ofrezca un relato más sostenido por las
sensaciones y asociaciones que provoca que por una estructura dramática
convencional. La tierra y la
sombra consigue revivir un estado de desolación y nostalgia. La
imagen de por sí traduce significados, es el fin y no solo el medio de una
narración. Si observamos, por ejemplo, las imágenes en que los cortadores de
caña protestan por las condiciones de su trabajo, cada imagen convierte a estos
trabajadores no solamente en meros personajes, sino en
representantes de toda una situación y un drama, casi a la manera de las cintas
de Eiseinstein y Dovzhenko. Precisamente puede haber una conexión entre
las poéticas de Dovzhenko y Acevedo. No sobra anotar aquí que una de las
mejores películas del cineasta ruso se llama La
tierra. Tanto como lo tuvo el director ruso, el realizador colombiano tiene
un particular interés en la descripción de una actualidad teñida por un énfasis
en la capacidad sensorial del audiovisual (lo que más de una vez hemos
denominado poesía). Las posibles resonancias del evento cinematográfico son los
conductores por medio de los cuales se expresa lo que se desea comunicar.
Tomemos un plano en apariencia sencillo, en el comienzo de la cinta, tras la
primera noche en casa, Alfonso se levanta y mira en la espectral luz del hogar
como Alicia y Esperanza salen a trabajar. Camina lentamente y mientras la cámara
lo sigue la luz cambia al tono de una naciente luz llena de vitalidad. De tal
modo que es como si Alfonso pasara del mundo fantasmal de la casa a uno
naciente en el que apenas tiene espacio, pues allí apenas hay espacio para el cañaduzal y el camino por el que transita el bus en que llevan a quienes trabajan allí. Mis interpretaciones
provienen de un contenido que sutilmente contiene el largometraje y está
abierto a múltiples lecturas. Lo relevante es que ya vemos una cinta que se
ofrece como obra para que nos dejemos invadir por su sensorialidad y con ella
compartamos el asombro y desolación que puebla este film. No es poco decir que La tierra y la sombra ya
presenta una estética definida.
La tierra y
la sombra no solamente
es relevante por los galardones que obtuvo en el pasado Festival de Cannes.
Esta cinta se une a una serie de realizaciones que muestran con mayor asiduidad
la búsqueda de realizadores colombianos por definir estéticas propias que
plasmen distintas realidades y problemáticas. La primera cinta de Acevedo es un
bello y adusto relato sobre el fin de un modo de vida. La calidad de su
realización, en particular la fotografía de Mateo Guzmán, la hace sobresalir
como una de las películas más conseguidas de los últimos años. No es una cinta
perfecta. Por momentos los diálogos suenan un poco forzados, así como hay
escenas que no le suman al conjunto del largometraje. Son defectos pequeños
comparados con los soberbios e indiscutibles méritos de una cinta que es capaz de revelar una imagen abarcadora y concreta del desarraigo. La
tierra y la sombra recrea una experiencia que deja huella porque sabe
producir la sensación de estar cargada de un contenido vital. La congoja y el
dolor que reinan en el largometraje se ven contrastados por ese paisaje
fascinante en el que habitan los personajes, como por la tenacidad de esos
mismos personajes. Creemos en ello como a las personas que hemos conocido y
compartimos su dolor como del que una vez supimos, y esa sensación no se va con
el fin de la función, sino que continúa durante días. Su vida se ha
transformado en un objeto por medio del que comprendemos más a unos personajes
que se parecen tanto a nosotros. Y ese el objeto del arte de la cita de Haneke,
uno que adquiere la palpabilidad de los objetos concretos que tenemos a mano
día a día. No es frecuente encontrar una cinta que marque tan profundamente
como lo consigue La tierra y
la sombra.
Comentarios
Publicar un comentario