¡Que viva la música!


No debíamos censurar de buenas a primeras las traiciones, las versiones irreverentes, las adaptaciones infieles. Habría que estimularlas, celebrar que podemos revisar y revisitar lo establecido. ¡Que viva la música! no es precisamente una versión irreverente de su original, ni mucho menos una transgresión que altere significativamente nuestros presupuestos sobre la obra. Y es desde aquí que empiezan sus problemas. La película de Carlos Moreno no logra darle unidad a la colección de elementos que pone en pantalla: secuencias de gran factura visual desfilan deshilvanadas, punteadas por otras no muy destacables. Ni el proceso de aprendizaje-destrucción de María del Carmen, ni las mentalidades de los grupos sociales que muestra la cinta, ni la mismísima ciudad de Cali, ni siquiera el estilo; no hay elemento que cohesione a esta adaptación. Su dispersión rebaja las imágenes que cuidadosamente intentan plasmar el delirio, disminuye, además, las ocasionales secuencias que se ajustan a un atmósfera enfebrecida. La imagen clara de una narración o de una atmósfera no se desprende del largometraje, ya que en este no hay otro hilo conductor sino una voz en off en que recita fragmentos de la novela. Así, la película se vuelve un subproducto del original que no tiene la capacidad de desafiarlo con una mirada alternativa.


María del Carmen (Paulina Dávila) es una niña bien que se sumerge en el mundo de la noche: drogas, desenfreno, sexo y música, mucha música. La vida de la protagonista pasará de la rumba de las clases privilegiadas a la de las clases obreras hasta descender finalmente a la marginalidad. ¡Que viva la música! narra vagamente esta transición que lleva a María del Carmen a rendirse a una deliciosa destrucción. En líneas generales, la adaptación mantiene a los personajes esenciales del libro, como también los eventos principales. Con todo y ello, no se articula un discurso ni que homenajee, ni que desafíe al original. Mientras uno puede entender que el director busque evitar las críticas de los fanáticos de la novela y de la obra de Caicedo (guardando las proporciones, su posición en la literatura colombiana se asemeja a la de  En el camino  de Kerouac), al ver el largometraje no puedo sino ver una inofensiva recreación (con algunas buenas secuencias) de la novela.


En primer plano, parecería que el papel predominante que juega la música en la novela se conserva en la película, aunque, en definitiva, no adquiera el rol esencial de la obra literaria, sino más el de un constante acompañante. Moreno decide adoptar estrategias semejantes a las del video clip musical, o al uso casi operático de la música en el cine de Scorsese, Paul Thomas Anderson o David O. Russell. De este modo, en tanto suena una canción, el tiempo de la acción avanza y retrocede sin ceñirse a la cronología, como si así pudiera darse una suerte de visión caleidoscópica del relato. Las múltiples perspectivas no han terminado de aparecer cuando ya se han desvanecido. Las estrategias no consiguen crear una sensación u atmósfera definidas, las secuencias pasan una tras otra sin dejar huella alguna. Casi constantemente oímos la voz de María del Carmen en off contar lo que ocurre en pantalla. Antes que añadirle coherencia narrativa, la voz contrasta con el trabajo visual del modo en que una fiera indomesticable no encajaría en un genérico parque de diversiones. La cinta no llega a delinear un relato que termine por cuajar. Sin el eje narrativo que Scorsese le da a cintas corales como Malas calles o Goodfellas, ¡Que viva la música! despliega un espectáculo visual que no logra hilvanar una historia.


Infructuosamente se repite en la promoción que se trata de una película inspirada, para de esta manera evitar la inevitable comparación con su fuente. En una entrevista, Moreno comparaba su tipo de adaptación con la que hiciera Coppola de El corazón de las tinieblas de Conrad en Apocalypse Now. No obstante, el resultado de la adaptación de hoy es un largometraje que no se aleja del original. Es más, los anacronismos, que introduce Moreno y su equipo, procuran producir una atemporalidad que riñe con la omnipresente voz en off, tan enraizada en la época que narra la novela. ¡Que viva la música! se ve disminuida al no convertirse en la anunciada transgresión de la obra de Caicedo. Moreno no se atreve a traducir la novela de lleno a otra época (como lo hizo Altman con El largo adiós), ni abandonar la línea narrativa que lo inspiró (como Blow Up de Antonioni). Prima, así, una indecisión entre la fidelidad y la subversión frente al original, cuyas consecuencias son que se ajuste tibiamente la historia a recursos audiovisuales contemporáneos.



¡Que viva la música! es, pues, un paradójico ejemplo de una adaptación que al no decidirse a competir con el original, se termina por convertir en su pálida sombra. La que llamaríamos ansiedad de las influencias maniata al director, al punto que fabrica un producto derivativo, salpicado de secuencias de gran factura, como deshilvanado en su conjunto. Si fuéramos a comparar, en todo caso, lo que más se ha de lamentar es que el espíritu inconforme y rebelde de Caicedo se torne inofensivo y domesticado en su adaptación. La película se vuelve una experiencia frustrante que da para el ejercicio impotente de imaginar lo que pudo ser, y no lo que es. Hay que conceder que la imaginación visual de Moreno deja imágenes y secuencias destacables. Sin un centro, sin embargo, tales imágenes flotan en un todo al que nunca se pueden conjugar por entero. Bienvenidas son la transgresión, la irreverencia y las adaptaciones infieles. ¡Que viva la música! no es una de ellas.


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