El soborno del cielo
Suele
citarse a Tolstoi para afirmar la importancia de retratar nuestro lugar de
origen: pinta tu aldea y pintarás el mundo. Por momentos, El soborno del
cielo parece concretar tal propósito. Sin embargo, no lo consigue del todo
por aferrarse a las convenciones de un género en particular. El largometraje
del realizador Lisandro Duque navega entre un penetrante retrato de una
comunidad específica y una narración acartonada y manida. A partir de un
episodio autobiográfico, Duque cuenta la disputa entre la familia de un suicida
y el párroco del pueblo. El conflicto entre las dos posturas ocupa el centro
del drama, si bien se desenvuelve cruzado por distintas líneas narrativas que
van ampliando el espectro. Paradójicamente, las fortalezas del film residen en
la autenticidad con que se pinta la vida de los habitantes de la población,
mientras que la interesante premisa central se va desinflando por el
esquematismo con que va resolviéndose la trama. Incluso, en el final de El
soborno del cielo, la película termina predicando demasiado, como si nos
diera una lección. Aunque pinte su aldea con ironía y lucidez, el film lo hace
con colores que limitan sus revelaciones al ser los que se suelen usar para
pintar aldeas.
Es la
década del 60 o del 70. A un pequeño pueblo ha llegado un sacerdote fanático
(Germán Jaramillo) que busca acabar con la laxitud que imperaba en la parroquia
con su antecesor, quien, por ejemplo, permitía que los cuerpos de los suicidas
fuesen enterrados en el cementerio católico. Apenas empieza la película, Ayber
se suicida. Alfer (Guillermo García), su hermano, lo entierra en el camposanto
en contra de los designios del párroco. Así comienza la disputa. Por un lado,
el sacerdote se niega a dar los servicios religiosos y los sacramentos, lo que
va a generar ansiedad entre una comunidad de acendradas raíces católicas. Por
otro, Alfer no cede a la presión para sacar el cuerpo y desafía a que los
familiares de otros suicidas saquen los cuerpos del cementerio para que él siga
su ejemplo. De hecho, comienza a elaborar una lista para que las demás sufran
el escarnio público al que ahora el sacerdote lo somete. El soborno del
cielo tiñe de humor a un relato coral que, si bien pone el dedo en la llaga
sobre el modo en que una institución moldeaba (y todavía moldea) el
comportamiento de una comunidad, es mejor cuando se concentra en narraciones
secundarias.
Los
recuerdos personales son la materia prima de la que parte Duque para ir
construyendo el melodrama al que circunscribe a la película. Más que ello, sin
embargo, las fórmulas del género, sus convenciones, son las que imperan durante
su metraje. Si bien la evocación que suele convenir da espacio para que narre
con toques que recuerdan el Fellini de Amarcord, el esquema que sigue es
fiel a los tropos melodramáticos y, aunque la misma historia los distorsione,
termina por recurrir a un final casi que trillado. No se puede negar la
habilidad del realizador colombiano para recrear el modo de vida de una
provincia, así como la capacidad para que a través de una narración ligera y
humorística ir trazando un agudo y corrosivo relato sobre una comunidad. La disputa
entre Alfer y el párroco disfrazan, tras su comedia de situaciones, una
observación lúcida que presenta las contradicciones y rasgos de un grupo de
personas que ha vivido bajo la influencia omnipresente de la iglesia. No obstante,
el reiterado uso de diálogos explicativos -con una intención cómica no siempre
afortunada-, la utilización de una música que enfatiza excesivamente lo que es
claro con la imagen y el trabajar con personajes que en algunos casos son
llanos estereotipos, son puntos que afectan el desarrollo del film y lo
rebajan. En últimas, estas características conducen a una simplificación de la
trama principal que se resuelve del modo más predecible con un enfrentamiento entre un protagonista y
un antagonista. Vale acotar ahora que Duque ha afirmado
en distintas entrevistas que descartó parte de los sucesos reales, pues
algunos dificultaban la verosimilitud de la cinta. Antes que ello, la película funciona mejor
cuando es una reconstrucción desde el recuerdo, mientras que cuando se aferra
al desarrollo de otras ficciones se siente más acartonada.
En el
papel puede verse como un propósito encomiable la realización de un film en el
que se recuente y se revise un momento histórico. La comedia liviana de
alcances sórdidos que plantea Duque encierra una penetrante observación que se
ve limada por su apego a las convenciones. Por esta razón, la película cierra
con un tono que semeja más un didactismo tedioso, en otras palabras, esta
conclusión se convierte en un obstáculo para que la fábula revele de un modo
diferente lo que es nuestra cacareada identidad. El soborno del cielo
termina por simplificar lo que con esmero había ido minando durante el
desarrollo de la historia al ser fiel al género. De cualquier manera, debe
resaltarse que el largometraje sabe manejar su carácter coral. Su mayor logro
reside probablemente en revivir con precisión -aunque nunca aluda a un momento
exacto- el tipo de vida de unas poblaciones pequeñas. Ciertamente la película
se ajusta a la cita Tolstoi, Duque pinta su aldea y, por momentos, parece estar
pintando el mundo. Los colores que usa le quitan buena parte de su
peculiaridad, de su carácter local, convierten al largometraje en una
reiteración más de esquemas ya conocidos. Y en ello la película pierde el carácter
juguetón y desafiante que llega a trazar. El soborno del cielo es un
estimulante y fallido film realizado por un inteligente cineasta que quizás
haya debido alejarse de tanta convención.
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