La La Land


Hubo una época en que a Hollywood se le consideró, sin ironía, el lugar que hacía los sueños realidad. Épocas en que se produjeron emocionantes e inolvidables musicales, como unos francamente mediocres. Nuestros días son distintos. Días de ensoñadora nostalgia, días de cínica parodia. Y La La Land es nostálgica y paródica a la vez. Un hábil pastiche que todavía emociona, así quede corto frente a las mismas expectativas que genera. El más reciente largometraje de Damien Chazelle es un divertido musical que se ve disminuido por limitarse a contar una delgada anécdota. Homenaje y actualización, La La Land es un genuino producto de lo que hoy es Hollywood. Una película que cita cortés y aduladoramente a otros referentes, una película que da testimonio del carácter de las criaturas que habitan a Los Ángeles en la actualidad, si bien sin indagar mayormente en ellos. La recepción eufórica de la mayor parte de la crítica y gran parte del público se debe en buena medida al hambre por las producciones ambiciosas y optimistas de otrora. La La Land la satisface por su juiciosa corrección, pese a que el entusiasmo responda más a la ansiedad por películas excepcionales que a lo excepcional de la película misma. En otras palabras, el éxito de La La Land es más un síntoma de una necesidad que no su remedio. Y así una película aceptable se convierte en la adoración de las mayorías.



El filme abre con lo que es casi una declaración de principios. En una larga toma única –o lo que lo aparenta– un trancón en una autopista se transforma en una pista de baile en la que un diverso pero atractivo grupo de artistas cantan alegres el  inicio de un nuevo día en la ciudad de la Gran Naranja. Al terminar se introducen a los protagonistas, un par de aspirantes al reconocimiento artístico: Mia (Emma Stone), quien quiere ser una estrella de cine, y Sebastian (Ryan Gosling), un músico cuyo sueño es abrir su propio bar para revivir el jazz. A pesar de que no tenga afinidades evidentes, ambos se enamoran. Ahora, La La Land no es tanto una película sobre una relación amorosa, como una sobre la búsqueda por alcanzar metas personales con sus respectivas consecuencias. Ensoñador y festivo, el largometraje es una superficial elegía. La La Land es un diestro ejercicio de actualización que no puede escapar al tono de visita a un museo. Aunque delinee conflictos propios de la vida contemporánea, en últimas se limita a ser un adorable e inofensivo pastiche.


El conflicto sobre el que gira la película, conciliar una carrera profesional con una relación amorosa, ya aparecía en Whiplash. En La La Land se vuelve el centro de la acción sobre el que astutamente se articulan los números musicales. El mérito de la propuesta radica en enlazar con naturalidad los temas que ya había tratado Chazelle con una cuidadosa puesta en escena que imita el estilo de los musicales. El pasado y el presente se unen sin dificultad. A esto se suma que tanto Gosling como Stone, en particular, logran establecer una relación convincente sobre la que se construye el filme. No obstante, el conflicto central también es una debilidad de la película, pues en realidad apenas se desarrolla. De modo instantáneo los personajes lo resuelven y, por ende, la película únicamente se sostiene por la calidad que tengan sus secuencias musicales. No hay mayor exploración sobre quiénes son los personajes (que no dejan de ser estereotipos), no hay intención alguna por explorar en qué consiste el que haya un local que se llame Samba y Tapas, Por tal motivo, el metraje parece extenderse más allá de lo que debiera. Ahora bien, Chazelle ha afirmado que tomó como guía a Los paraguas de Cherburgo. Pero en tanto que el filme de Demy potenciaba la emoción del melodrama por medio de su música, Chazelle no termina de articular la música y los cambios emocionales que sufren los protagonistas –en buena medida porque, a pesar de que no lo parezca, no hay mayores cambios en los personajes–. La La Land es efectiva al reusar la herencia de otros, pero parece tener poca historia que contar. Ciertamente tiene elementos admirables, aunque está quizás demasiado embebida en dar cumplidos como para ser algo más que una película encantadora que atrae audiencias y gana premios.


No se pueden negar las evidentes calidades de La La Land. Se trata de un emotivo homenaje y una inteligente –y limitada – actualización. Aun con ello, el filme recurre a una división cuestionable entre un arte auténtico (los musicales o el jazz) y otro falso (fusión). Chazelle no es propiamente un director intelectual, sino una suerte de romántico que idealiza –como lo hace Sebastian, su personaje–. Más que una postura coherente frente a su hacer como artista, su postura es más emocional, por decirlo de algún modo. Las preferencias de Sebastian son mejores por una cuestión de afinidad y no por una de mayor calidad artística. Por supuesto, esto pone en perspectiva toda esa retórica de Whiplash en la que se afirmaba la búsqueda de la excelencia artística como imperativo (¿son acaso los musicales representantes de una excelencia ausente en la películas de acción?), discurso artificioso que no va más allá de las meras palabras. Y, claro, pone en perspectiva a La La Land, un cándido homenaje a los musicales que no intenta desbordar los límites del género, sino que los usa en un contexto contemporáneo con pura corrección. Chazelle es un competente artista que da una versión moderna, estrecha y tremendamente respetuosa del cine al que rinde tributo. La La Land nace siendo casi una pieza de museo. Pero no afirmo esto como censura. Sin duda, el largometraje es un divertido tributo  y una astuta –aunque estrecha– actualización. Una película que en otros contextos pasaría justamente desapercibida. O, dicho de otro modo, La La Land  es un ejemplo perfecto de buena parte de la producción del Hollywood actual: una pieza impecable de soberbia medianía.




Comentarios

Entradas populares