Manchester junto al mar



Primero está el mar. Un bote en que un hombre bromea con un niño al que le enseña a pescar. Enseguida vemos a ese hombre, años después, desgastando sus días como conserje en Quincy. El contraste es revelador. Manchester junto al mar navega entre pasado y presente para contar una desgarradora derrota. Bien sabemos que hay recuerdos que nos acompañan más tercamente que otros, recuerdos que no dejan vivir. Lee, el hombre, vive sumergido en tales recuerdos. El mérito del tercer largometraje de Kenneth Lonergan consiste en mostrar ese drama de forma palmaria y precisa. Manchester junto al mar capta de manera excepcional el dolor de reconocer una vida marcada irremediablemente por la pérdida. Es cierto que Lonergan tiende a enfatizar por momentos el drama con recursos dudosos, que incluso llega a abusar de la música que utiliza. Es cierto, además, que no estamos ante Margaret, ese magnífico tapiz en el que con tanta lucidez Lonergan partía de una pequeña tragedia para mostrar el estado de ánimo que embargaba a los estadounidenses tras el 11 de septiembre. Aun así, Manchester junto al mar es un sobresaliente drama menor que conmueve profundamente. Acaso chato y monocorde, el largometraje se sostiene porque sabe narrar la historia de un hombre al que su pasado lo ha dejado viviendo a la deriva.


El hombre, Lee (Casey Affleck), y el niño, Patrick ya adolescente (Lucas Hedges), se ven obligados a reunirse. Tras el fallecimiento de su hermano Joe (Kyle Chandler), Lee tiene que regresar a su natal Manchester para hacerse cargo de Patrick, su sobrino. Ahora, Manchester junto al mar no es ni el relato del reencuentro de dos familiares, ni es una historia más de redención. Se trata de un sobrio relato que narra un periodo de luto con una mezcla agridulce de humor y melancolía. Lonergan hila pasado y presente con una serie de hábiles flash-backs con los que da pleno sentido al drama de Lee. Desde el principio el director los entrelaza como si se tratara de un simple recurso convencional. No obstante, ese entrecruzamiento tiene como fin ir sumando eventos para conducir al clímax de la revelación de los recuerdos que acosan a Lee: una secuencia poderosa que enlaza la lectura del testamento de Joe con el traumático pasado de Lee –y esto a pesar de que Lonergan usa como acompañamiento musical una opción tan obvia como el Adagio de Albinoni–. Luego, la película se concentra más en la historia de los sobrevivientes durante el invierno posterior al fallecimiento de Joe. Una que se aleja del formulismo, una que es un retrato irónico y compasivo de un par de personajes que han sufrido sus pérdidas. Manchester junto al mar es pues el relato de dos destinos que se cruzan, pero que no pueden cambiar sus cursos respectivos.




Lonergan practica su propia versión del realismo. Una que tiene tanto de Cheever como de Strindberg, una que yuxtapone las escenas cotidianas con un contrapunto de paisajes emocionales que como en el romanticismo indican la atmósfera emocional del relato. Manchester junto al mar es una pulida versión que transmite la pena de su protagonista, si bien no todo lo encaje completamente. Mientras Lonergan evita las situaciones esquemáticas, la película avanza con naturalidad, más cuando introduce el humor y la ironía en los momentos más inesperados. Por el contrario, cuando utiliza recursos como la cámara lenta acompasada por música sentimental para reforzar el patetismo de una escena, el resultado no es tan efectivo. Esto ocurre con el primer servicio religioso que se celebra por Joe, la escena raya en la autoparodia dado que la suma de imágenes ralentizadas y la música no se complementa con los gestos de los actores, lejanos a cualquier solemnidad.  Al margen de estas fallas, Lonergan demuestra una vez más ser un observador cuidadoso que consigue captar la naturaleza de distintos personajes con pocos detalles. Así, por ejemplo, se puede concluir de las novias de Patrick que Silvie (Kara Hayward) es petulante y tradicionalista y que Sandy (Anna Baryshnikov) es sencilla e ingenua. Estas caracterizaciones no parten del estereotipo, ni de la caricatura, sino de la suma de detalles con la que Lonergan, el equipo de producción y el elenco han construido la escena. La sensación de autenticidad permea el largometraje, debido a que sus realizadores han procurado ser fieles a las criaturas que quieren plasmar. Quizás, eso sí, Manchester junto al mar se reduce, o debiera escribir se enfoca, a los límites del drama personal, en tanto que Margaret lograba hacer de una historia menor el reflejo de una realidad más amplia. Acaso Lonergan achate su visión con lo que puede ofrecer una película más accesible y modesta. Esto dicho no como crítica, sino como forma de señalar la naturaleza diversa de los trabajos del realizador.


Días después de que se ha acabado la función, la imagen de Lee caminando en una noche invernal se queda fija en la memoria. Precisamente la imagen que persigue al personaje. La película logra hacernos comprender la dimensión de su drama. Ver cómo pasa de alegre pescador a huraño conserje. El motivo por el que se da esta transformación es solo una parte del filme: el drama reside en que no hay modo de redimir al personaje, no hay forma de deshacer lo ocurrido. El pasado no se puede ocultar, en particular cuando deja marcas tan profundas que su efecto parece cancelar todo posible porvenir. Manchester junto al mar tiene la capacidad de darle pleno cuerpo al reconocimiento de una derrota, aun cuando abuse de algunos recursos audiovisuales. El foco del relato se concentra, pues, en un hombre, un adolescente y el mar. Con estos elementos, Lonergan imita muy bien algo que se parece a la vida, con ellos nos entrega una historia emocionante y honesta. En conclusión, el largometraje presenta a un personaje anclado en el pasado, a otro en el umbral de su existencia y a un paisaje gris que nos sugiere la persistencia de un pasado que sobrevive con nosotros.
 



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Este artículo fue publicado en La Casa Artica


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