Atómica (Atomic Blonde)


Ejercicios de estilo

 
Lorraine es la espía que surgió de la tina fría. Bella e indescifrable, atormentada y letal. Suena a lugar común, y lo es. Atómica (Atomic Blonde) es un desigual largometraje que une imitaciones de múltiples películas para crear a una nueva heroína de acción, como si se tratara de un nuevo Frankenstein. Es un nacimiento desgastado y anodino. Una repetición de fórmulas deshilvanadas que incluye ocasionales secuencias emocionantes. Atómica presenta instantes de reciclaje inspirado. No obstante, el filme no logra encajarlos de modo convincente en un relato que ni es revisionista, ni formulario. Atómica es una desordenada suma de homenajes y versiones que carece de un elemento unificador distinto a las mismas convenciones. Mientras son admirables esos destellos de reciclaje, en últimas, el director David Leitch no consigue armar una propuesta propia. La película se limita a ser otro filme de espías que, con un par de variantes, repite obediente y sin ingenio los tropos del género.


Son los últimos días de la Guerra Fría. Una lista con los nombres de los espías de ambas partes está en el mercado –entre ellos se incluye el de un peligroso agente doble–, lo que amenaza el en apariencia inevitable fin de la lucha entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Lorraine (Charlize Theron) es enviada a Berlín con el fin de recuperarla o, en caso contrario, traer con vida a Spyglass (Eddie Marsan), agente ruso que ha memorizado la información y quiere viajar a occidente. Atómica alterna el recuento que da Lorraine a sus superiores del MI6 y la CIA con flashbacks en que se ve lo que ocurrió. Traiciones y giros inesperados se irán sucediendo, como el género obliga, así algunos no tengan mayor sentido dentro de la lógica de la trama. Los realizadores del filme están más preocupados por mostrar emocionantes peleas que por contar una historia consistente, parecen concentrarse más en dar un repaso a los éxitos musicales de los 80 que por utilizarlas como parte orgánica de su historia. Atómica es placentera en aquellos instantes en que imita con tal habilidad a sus fuentes que finge no ser el pastiche que en realidad es. Solo por secuencias consigue emocionar empero, el largometraje es principalmente un producto derivativo de una nostalgia bien pensante.


Resulta más significativo que comentar la película, ver que ella se alinea dentro de una tendencia de películas que, con mayor o menor fortuna, recurren a una estética del pasado en una versión hiper-estilizada de las mismas. Drive, John Wick o Kingsman repiten esquemas con un mayor énfasis en una suerte de virtuosismo cinematográfico. El cine de acción es una excusa para desplegar toda la destreza con el fin de filmar una pelea, el cine de acción es un mero ejercicio de estilo. Las diferencias, sí las hay, son que cada una de las películas responde a discursos ligeramente distintos. Atómica busca revisar el imaginario del cine de espías al introducir a una heroína que no es sino la versión femenina del héroe masculino. También, de un modo más confuso, pretende dar una versión más gris de la Guerra Fría. Por lo demás, es un producto indiferenciable de una nostalgia que intenta hacer del efectismo su mayor logro. Es bueno aquí recordar al genial libro de Raymond Queneau, Ejercicios de estilo, pues mientras el autor francés narraba un intrascendente incidente de 99 formas distintas como enciclopedia de posibilidades de la ficción, hoy estamos viendo una misma historia repetida en lo que es básicamente un solo estilo. Atómica no es su mejor versión, en todo caso. Es una versión ocasionalmente divertida y en esencia olvidable de una historia demasiado conocida.




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