Siete cabezas
Amanece.
Un frío jueves de octubre. El agua del canal corre teñida de rojo, como si
fuese un ominoso signo de tragedias venideras. Uno puede sentirse habitando el
mundo de Siete cabezas. El segundo largometraje de Jaime Osorio Márquez
mezcla una suerte de fábula apocalíptica con el estudio de los conflictos
internos de sus protagonistas. Es un ambicioso filme, a pesar de sus
limitaciones. El terror que enfrentamos es de una naturaleza muy distinta al de
la mayoría películas del género. Uno que se siente incómodamente cercano. La
astuta propuesta de Osorio se ve disminuida por la falta de resolución del
conflicto que, si bien es intencional, termina por no darle una imagen completa
a los personajes y a la comunidad que busca retratar. Siete cabezas es
audaz y desigual. Una película que utiliza como recurso la frustración de las
expectativas, al usar los típicos códigos del cine de terror, pero alterando
las soluciones que caracterizan a este tipo de películas. Una estrategia
interesante que se desgasta por su uso reiterado. Las turbias aguas del filme
se estancan al no poder darle forma a un mal que con insistencia anuncian, más
no iluminan.
La
solitaria vida del páramo se ve trastocada por una silenciosa amenaza. Los
pájaros de la zona mueren sin que se pueda identificar una causa. Con el fin de
determinar el motivo de la mortandad llega una pareja de biólogos, primero
Camila (Valentina Gómez), a mitad de su embarazo, y luego su pareja, Leonardo
(Philippe Legler). A Marcos (Alexander Betancur), guardabosque de la zona, se
le encomienda acompañar y cuidar a la pareja. Pero al silencioso guardabosque
algo lo perturba. Un mal se percibe en el aire, así solo se manifieste
oblicuamente. Siete cabezas desafía las expectativas más evidentes, pues
se concentra en la construcción lenta del mundo fracturado de su protagonista.
Una atmósfera ponzoñosa se instala a medida que la narración entrelaza una
contemplación de los solitarios y grises paisajes del páramo con un relato que
va revelando el conflicto interno que acosa al guardabosque, un conflicto que
emerge como la silueta de un animal que sale lento de las aguas en que se
encontraba sumergido. La película se desenvuelve con un patrón fijo en que
repite casi esquemáticamente el uso de los tropos del cine de terror y una
intencional falta de resolución de los mismos, lo que en últimas debilita la
contundencia del desenlace. En otras palabras, la falta de resolución se vuelve
un arma de doble filo. Mientras logra crear un espacio para una perturbadora exploración
del paisaje mental de su protagonista, del mal que nos rodea (y que nos
habita), también vuelve a la película en un ejercicio de repetición sin
conclusión.
Siete cabezas
nos enfrenta con demonios desusados, si bien terriblemente conocidos. Más que
espíritus malignos, lo que perturba es un mal que surge de nosotros mismos,
seres civilizados víctimas de impulsos irracionales. El filme de Osorio
tiene el valor de recurrir al terror como catalizador que le permite mostrar
otros conflictos, como el de las identidades de personas que sufren escisiones
a causas de sus experiencias vitales, o el de las contradicciones sociales en
que vivimos inmersos. La tensión entre poblaciones de distintos orígenes, la
depredación de nuestro medio ambiente y un legado religioso con el que todavía
se explica la experiencia cotidiana, así como nuestra universal incapacidad
para comunicarnos con los otros, esos son los conflictos que se van
vislumbrando en este estimulante largometraje. De modo similar a Anticristo
de Von Trier, el realizador colombiano toma una tradición cultural como medio
para exponer las tensiones que carga el individuo contemporáneo. Y en ello hay
un verdadero logro. Ahora, Osorio prefiere minimizar la explicitación del
horror. Y en tanto esta estrategia va haciendo visible lo que a primera vista
no se puede notar, no logra articular esa fractura interna con los efectos más
concretos que pone en escena desde el principio –como la mortandad de las aves–.
El filme da una sensación de desconexión, que si bien buscada, hasta cierto
punto lo mengua. Siete cabezas no termina de sobrevivir a su promesa. La
parábola de destrucción del ambiente, entonces, no se integra al drama de
los personajes. El caos con que termina el largometraje logra transmitir un
desconcierto que se conecta con nuestra realidad, aunque también deje un mal
sabor de boca. Pero antes que lamentarse, debe subrayarse el coraje de una
película que nos hace observar un horror cercano, un horror que a pesar de los
alarmantes síntomas que vemos a diario, nos hemos acostumbrado a pasar por
alto.
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