Rostros y lugares (Visages Villages)
Dicen que cada rostro tiene escrito su historia. En Rostros
y lugares (Visages Villages, en la traducción se pierde la
aliteración) los rostros de habitantes de la Francia rural se superponen a los
sitios en que ellos trabajan y habitan. Agnès Varda y JR registran encuentros y
desencuentros de su deambular por los campos franceses en aras de poner en
marcha un proyecto artístico que es tanto intervención artística como
escenificación del proceso creativo. El objeto es que la ampliación de las
fotografías de rostros sirva como una marca que visibiliza relatos de personas
comunes y corrientes. Rostros y lugares propone una lúdica conjunción de
esfuerzos para quebrar la monotonía al hacernos mirar un territorio desconocido:
el rostro de otro como testimonio de una vida. Por una parte, los realizadores
apuntan a que por medio de este proceso se modifique la percepción tanto de transeúntes
como espectadores. Con su estrategia, por otra parte, Agnès y JR nos hacen
mirar historias menores que pasamos por alto, vidas que se ven opacadas por
nuestras costumbres y por la escala de prioridades que impera en nuestras
sociedades. Nada puede compararse con el rostro humano, dijo alguna vez Carl
Theodor Dreyer; como si fueran fieles a tal juicio, los realizadores se dan a
la tarea de explorar una insólita (y evidente) intersección: la de un rostro y
el sitio en que vive. De ahí, y de la lúdica escenificación con la que
presentan su proyecto, se desprende una genuina felicidad y una necesaria
recuperación. Así pues, el filme se puede describir como un cruce de caminos
entre el cine y el arte por medio del cual se revelan facetas y relatos
desconocidos de territorios cercanos e inexplorados.
Mientras que casi todas las personas invitadas a hacer
parte del proyecto les abren la puerta a los realizadores (al punto de ser casi
irritantemente predecible su avance), la película cierra con una puerta
cerrada. Rostros y lugares muestra tanto los encuentros felices para JR
y Agnès; o mejor, la empresa que surge a partir del encuentro de ambos
artistas; como también el desencuentro de Agnès y Jean-Luc Godard.
Colaboradores y amigos cercanos en el pasado, el propuesto encuentro termina
con una escena amarga ante la negativa de Godard a responder a su llamado.
¿Sabotaje del propósito de Varda? ¿O modo de transmitir un mensaje más profundo
y opaco? El filme cierra con la ambigüedad del gesto de quien se niega a hacer
parte de la lógica de un juego que nos ha permitido conectar fisionomías y
geografías. Y en tanto este segmento suma una evidencia más del inexcusable
comportamiento del realizador franco-suizo, añade también una incógnita: por
qué uno de los motores de la renovación audiovisual se niega a hacer parte de
un proyecto de tan estimulante y juguetón.
La respuesta probablemente no resulta relevante. De
hecho, esta conclusión enriquece al documental al hacer irrumpir una lógica más
caprichosa y subterránea: la de individuos que dejan esporádicas marcas con
mensajes cifrados en relatos documentales y de ficción. El mensaje y la puerta
cerrada de Godard sugieren todo un relato no dicho, el mundo privado del autor.
Hoy que vuelve a discutirse sobre los alcances morales de la ficción, así como
sobre la línea divisoria entre artista y obra, el cierre de Rostros y
lugares quizás resulta más diciente que dichos debates. El desenlace puede
leerse como prueba de que la película ha sido un constructo que de pronto se
quiebra por la aparición de una realidad ajena a la lógica del filme. Acaso el
final sea la más reciente refutación del cine de autor: el registro de como lo real
interrumpe el designio del creador. O quizás sea simplemente el viejo
cascarrabias (Godard) arruinando el trabajo de sus colegas. Sea como sea, el
cierre añade una dimensión más a un documental emocionante. Un largometraje que
nos abre la entrada a lugares y personas que hemos pasado por alto en nuestro
cotidiano ajetreo, uno que concluye con una puerta cerrada y una pareja disímil
mirándose junto a un lago iluminado.
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