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Sal
El desierto no suele
aparecer en el cine colombiano. Menos aun como aparece en Sal. Un lugar
imaginario que nos obliga a contemplar la ausencia de acción, un sitio que
surge más del cine de ciencia ficción de las distopías y de la literatura
fantástica. El desierto de Sal no se encuentra en los mapas. Si algo se
puede admirar del segundo largometraje de William Vega es su capacidad por
volver verosímil a semejante paisaje. No sucede así con el opaco relato que
cuenta. La historia del huérfano que vuelve a buscar a su misterioso padre ha
dado pie a relatos claves en Latinoamérica. Ese hilo lo utiliza Sal
de un modo más oblicuo, al punto de hacerlo casi prescindible. El largometraje
se atiene al presente y menciona su relato, pero se niega a desarrollarlo. Las
posibles motivaciones de su protagonista apenas se bocetan, aunque el filme
inserte con frecuencia secuencias que no hacen sino recordarlas. Ese constante
vaivén, entre concentrarse en la contemplación de un presente y el de volver a
un relato prototípico, no le hace bien al filme. Al punto de que parece una
película sobre la historia que se resiste a contar. En tanto esto puede sonar
como una empresa deseable para una estética alternativa a la del cine
comercial, esta película no sabe a dónde dirigir nuestra perspectiva al evitar
la narración. Sal parece el borrador que prefigura un nuevo cine,
oblicuo, uno que narre nuestra desolación evitando los relatos estereotípicos.
Y como tal tiene escenas de gran imaginación y poesía, así como otras que han
sido notoriamente tomadas a préstamo de diversas fuentes. En últimas, no todo
encaja y la película deja una sensación de narración inconclusa. A pesar de su
valentía y de sus méritos, Sal no termina de encarnar ese cine por
venir, sino que parece su torpe anunciador. Se trata de un filme
estimulante e irregular que añade nuevos escenarios con una propuesta estética
prometedora e incompleta.
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