Isla de perros


No hay sorpresas en el nuevo encantador filme de Wes Anderson. Ya conocemos bien la atracción que produce el relato del underdog, el perdedor al que le cambia su suerte (en esta temporada futbolística ya habrá mucho de eso). Isla de perros recicla viejos trucos en el panorama insólito de un terreno extranjero. Una combinación que le da un nuevo aire a lo que puede sonar a relato manido: el de unos personajes débiles que desafían a unos malvados poderosos para deshacer una injusticia, el de un niño que demuestra su amor por su mejor amigo, su perro Spots, al estar dispuesto a sacrificarlo todo por rescatarlo. El cruzar un hilo narrativo relativamente predecible en un panorama extraño da ese aire de genuina fantasía que proyecta Isla de perros. El Japón que ha inventado el equipo de animadores y Anderson se constituye realmente en un mundo nuevo, pues se trata de un híbrido que proviene más de la imagen de un Japón que se deriva de películas, series, pinturas y literatura. Un Japón que es un reino fantástico para que Anderson pueda dar rienda suelta tanto a sus característicos tropos, como a homenajes a diversos artistas y directores. En sí mismo esto puede no ser suficiente para hacer una buena película, pero sí le sirve para adicionarle novedad a una nueva variación que propone el realizador norteamericano sobre el relato de un héroe inesperado. Isla de perros resulta un ejercicio sorprendente de reutilización de diversas fuentes para alabar la memoria de los que son héroes con todo a la contra.


El tono con que abre el largometraje es épico. En un prólogo se cuenta la lucha entre una poderosa dinastía y unos animales indómitos que estuvieron al borde de la desaparición, los perros. Este es el origen de la disputa que propiamente tiene lugar en Isla de perros. La gripe canina ha afectado a toda esta población en la ciudad de Megasaki. El alcalde Kobayashi (Kunichi Nomura) ordena el destierro de todos los perros de la ciudad con el fin de prevenir que la enfermedad pase a los humanos. Los cánidos son aislados en la Isla de la Basura. Desafiando la prohibición, Atari (Koyu Rankin), sobrino del alcalde que está bajo su tutelaje, vuela en un avión hasta la Isla para rescatar a su perro Spots (Liev Schreiber). Un grupo de perros hambrientos, tanto por su situación como por falta de dueño, se decide a ayudar a Atari. Rex (Edward Norton), Boss (Bill Murray), King (Bob Balaban) y Duke (Jeff Goldblum) inician la búsqueda acompañados por Chief (Bryan Cranston), un perro callejero que los sigue a regañadientes, a pesar de alegar no haberse dejado domesticar por amo alguno. La aventura tendrá como enemigos a las fuerzas del alcalde que conspiran para eliminar a los animales. Isla de perros se desenvuelve en el terreno reconocible del perdedor que por una vez resulta vencedor. El tono épico inicial es remplazado casi al instante por el de una parodia geek y un homenaje en clave de fábula que domina la película entera.


Precisamente en el comienzo Anderson nos pone las claves de su película, el paródico Haiku con que se cifra la lucha es el verdadero tono de Isla de perros. Uno que encuentra humor y admiración en un mundo ajeno (Japón). El arte del realizador estadounidense se conecta con una observación sobre los distintos "absurdos" que rodean nuestras vidas: desde figuras de lenguaje que son trasladadas como realidades concretas hasta la forma ya más caricaturesca con que se muestra el teatro No. Por momentos, los filmes de Anderson funcionan como una máquina de engarzar sus chistes con una historia como excusa, con un relato como peaje obligatorio. Más en unas películas que en otras. Más en Isla de perros que en Rushmore, por ejemplo. Sin quitarle importancia a la trama, Isla de perros se sostiene por el estilo.  Un estilo que nos lleva a concentrar nuestra atención en el modo en que un chef prepara distintos platos japoneses como un bello espectáculo de horror y crueldad, antes de como un simple momento en que se muestra información sobre el desarrollo de la película. El estilo se impone sobre la narrativa, sin por esto querer decir que se ha puesto a la narración a un lado. 


El estilo es un país por derecho propio. Desde antes del estreno hubo discusiones sobre el modo en que los realizadores se apropiaban de una cultura ajena, y ya después de dicho estreno algunas interpretaciones alegaban que en la narración se establecía una superioridad occidental (uno de los personajes claves para que se resuelva la historia es de origen estadounidense). El mundo de Isla de perros no ocurre en nuestra geografía, sin embargo. De hecho, la historia del filme puede entenderse como una parábola en que los injustamente marginados se rebelan, marginados que tienen mucho en común con la situación de los inmigrantes hoy. En el centro de la película, más que en otros largometrajes de Anderson, se nos confronta con la pregunta por el otro. El gesto de mantener a los japoneses hablando en su propio idioma –muchas veces sin traducción– y limitar el inglés a los perros y a algunos personajes puntuales remarca la diferencia que hay entre unos y otros. Este rasgo apunta a un lugar de encuentro. Isla de perros cuenta un encuentro, acaso utópico, con el otro (el hombre y el perro, los estadounidenses y los nuevos inmigrantes). El que las barreras culturales, de especies en el filme, se puedan acortar indica que aun con toda su vena irónica, Wes Anderson es un idealista. La plausibilidad del encuentro radica en que los realizadores han sabido amalgamar las distintas fuentes a través del estilo. Esta unión es posible y creíble en el Anderson Country; un lugar que nos resulta más habitable que otros territorios reales.




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