Pájaros de verano




El fin de una cultura. Este pudo ser el prometedor centro de Pájaros de verano. El  ambicioso largometraje de Cristina Gallego y Ciro Guerra deja un sabor agridulce. Aun cuando muestra una estimulante mezcla entre cine de género y rasgos más propios del documental, presenta un árido tratamiento de su conflicto central: la destrucción de unas vidas y una cultura a merced de la violencia que trae el narcotráfico. Esa sensación se produce, en buena medida, porque el relato que termina contando se asemeja a tantos otros que giran sobre la destrucción que provoca la incursión de inocentes en el mundo criminal. El apego a la convención nos provee de una guía y disminuye nuestro interés. Pájaros de verano se conforma con ser una buena película, mientras desperdicia la oportunidad de ser un filme excepcional sobre el principal drama del país en los últimos 50 años: el surgimiento de una cultura que ha trastocado las relaciones sociales y económicas. De cualquier manera, debe resaltarse que ese vacío parte de la propia ambición del filme. Los realizadores continúan con una suerte de reconstrucción de relatos de una Colombia que ha sido invisible para la mayoría de sus habitantes como objeto de su filmografía. Su empresa parece ser volver épico una serie de vidas que han sido dejadas al margen. El resultado es una película desigual que en su afán de abarcar un gran espectro termina por oscurecer aquello que en principio ponía como eje principal.


En el principio está el encierro. Zaida (Natalia Reyes) se convierte en mujer. Durante la ceremonia posterior al encierro, Rapayet (José Acosta) baila con ella y decide que debe volverla su esposa. Úrsula (Carmiña Martínez), la madre de Zaida, le pide una dote con la que no cuenta el pretendiente. Entonces surge la posibilidad de satisfacer tales exigencias a través de los réditos de un negocio emergente: traficar con marihuana. Rapayet incursiona en este con la ayuda de su amigo Moisés (John Narváez) y su familiar Aníbal (Juan Bautista). Y así Rapayet logra casarse con Zaida. Pero con el tiempo vendrán también los problemas. Los asesinatos y las venganzas se irán desencadenando del modo en que ocurren en las fábulas aleccionadoras. Pájaros de verano se divide en cantos, como si imitara las epopeyas, como si imitara los mitos wayuu. En tanto, el filme recupera tradiciones que viven en las orillas, su desarrollo dramático sigue el de los relatos morales occidentales. Por tanto, el filme de Gallego y Guerra se encuentra más cerca de películas épicas como Lawrence de Arabia que a los mitos de culturas como la wayuu.


La estructura episódica le permite al largometraje abarcar una gran extensión de tiempo en la que múltiples cambios ocurren. De esta manera, Pájaros de verano avanza como un conjunto de viñetas en las que se narran distintos capítulos de las vidas de sus personajes. Hay imágenes memorables en ellas: como la de un desierto en que una plaga ataca un asentamiento como si se tratase de una escena bíblica. O, por ejemplo, la fascinante escena que muestra el modo en que los restos de uno de los miembros de una familia wayuu son tratados al sacarlo de su ataúd. La conexión entre estos episodios no resulta siempre afortunada, sin embargo. Ya a mitad del filme, los personajes van cambiando sin tener un espacio para hacerlo. La conexión entre un canto y otro se va volviendo difusa; y antes que un clímax, la película se va volviendo una suma de capítulos: unos más interesantes que otros. Pájaros de verano ni se constituye en un filme coral como Goodfellas, ni en uno épico al estilo de Lawrence de Arabia. En contraste, la sensación que domina el final es de desconexión en la que no se puede identificar si el conflicto central gira en torno a Zaida como víctima de un sistema cerrado, o a Rapayet por caer en la tentación de un negocio con consecuencias fatales, o a Úrsula que vacila entre satisfacer su ambición y apegarse a la tradición. 


En el segmento final de Pájaros de verano, el filme parece alargarse sin razón. Los distintos hilos se van atando en una coda cuya conclusión no se ve a la vista. Curiosamente, se trata de un rasgo que también comparte con Lawrence de Arabia. La película de Lean concluye de un modo anticlimático, con su protagonista desilusionado después de todas las empresas que emprendió en el desierto. Así es como el mundo termina, con un gemido y no con una explosión, dice el poeta. La muerte ya la vimos al principio de Lawrence de Arabia, la muerte ya no importa. A falta de Lawrence, a Pájaros de verano le hace falta un personaje, o un motivo, que conjugue toda su narración (ya que el largometraje de Gallego y Guerra no es ni moderno, ni posmoderno, es clásico). Bien hemos podido ser espectadores de la desaparición de todo un mundo cultural sin mayor emoción. Y en ello radica la diferencia entre una película y otra. Una historia no resulta importante por el mero hecho de enunciarse como relevante, sino por persuadir a su espectador de su relevancia. Es en ello en que falla Pájaros de verano. El aceptable largometraje nos hace partícipe de un drama crucial en nuestra historia, al tiempo que visibiliza una cultura e intenta amalgamar sus tradiciones con distintos géneros cinematográficos. Infortunadamente esto no termina de traducirse en emoción alguna. El fin de un mundo nos deja indiferentes, una vez más.




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