Guerra fría: imagen de un amor para armar
Una canción recorre a Guerra fría.
El lamento de un amor desdichado. Una canción que cambia según los tiempos y
los lugares, una canción que se transforma como lo hacen sus intérpretes y sus
creadores. El más reciente largometraje de Pawel Pawlikowski usa el tema
musical como espejo del amor fracturado de Zula y Wiktor, pero también usa el paralelo para contar una historia menos obvia. La ficción de los amores que cambian
según la historia, la ficción que encubre el desastre al que sucumben un par de
individuos por otros y por sí mismos. Guerra fría muta en su
breve metraje para ir más allá de una dolorosa historia de amor, para dar el
relato opaco de personajes hundidos en la pesadilla de la historia. El
largometraje bien no puede satisfacer a quienes evalúan las películas bajo la
regla de las narrativas tradicionales, pues a pesar de su aparente
convencionalidad, Guerra fría es un excelente cuento moderno
sobre un amor desgraciado.
La trama de la película avanza rápida, con
constantes elipsis. Los realizadores se satisfacen con narrar el contorno de la
historia para dejar que los espectadores completen el relato. Zula (Joanna Kulig)
y Wiktor (Tomasz Kot) se conocen como parte de Mazurek, un colectivo que retoma
música polaca. La pareja inevitablemente se enamora. Pero su relación se ve
entorpecida por el pasado de ella, por las constricciones y penas del régimen
y, en últimas, por sus propias personalidades. No hay modo en que puedan vivir
juntos, ni modo en que soporten estar separados.
Ahora, este drama se encuentra enmarcado
en una historia mayor, una que evitar usar los estereotipos a los que han
recurridos las películas sobre la Guerra Fría. El énfasis del filme está en
mostrar el presente: un terreno ambiguo y voluble que no puede simplificarse a
consignas del tipo de estar del lado correcto de la Historia. Ver ese presente
puede resultar desorientador y frustrante, debido a que así no nos podemos
aferrar a las ficciones simples que tendemos a aceptar. Guerra
fría se mantiene fiel a ese tipo de narración en un soberbio ejercicio
de síntesis que enlaza una tragedia personal y un crudo relato de la vida en
distintos países europeos a mediados de siglo XX.
No es casual que la película inicie y
termine con planos que parecen no puntuar el comienzo o el final para la
película. El largometraje no se ajusta a las convenciones clásicas, sino que
las distorsiona a la manera de la literatura y cine modernos: una en que se
subraya el hecho de que realmente no hay principio ni conclusión alguna. Michael Sicinski propone
que el montaje soviético unifica al filme como mecanismo narrativo, ya que un
plano general es seguido por uno cerrado, o uno nocturno es seguido por uno
diurno, y así. Esto no resulta consistente, sin embargo; y el mismo Sicinski lo
anota; pero da pistas de que el filme escapa a los esquemas narrativos
tradicionales que aparentemente usa. Pawlikowski imita también distintos
estilos que se corresponden con los años en que ocurre su historia (e incluye
guiños cinéfilos como colocarle al bar parisino en que trabaja Wiktor, El
eclipse). Estas citas e imitaciones funcionan como las citas servían a autores
modernos para darle un sentido distinto a los textos clásicos que usaban como
base. La trama de un amor trágico es un hilo por medio del que también se puede
observar los cambios que provoca el tiempo en nuestras ciudades, en nuestras
canciones y películas y en nosotros mismos. La suma de estilos y motivos son
solo rastros del modo en que imaginamos nuestra historia.
Una imagen puede contener toda una
historia, también. En el filme hay un recurrente uso de los distintos campos
visuales con que se narra tanto la historia de amor de sus protagonistas como el modo
en que se relacionan con las comunidades en que viven. El individuo suele
aparecer dentro de un grupo y la imagen lo subraya. Guerra fría condensa en una sola
imagen todos los hilos narrativos que comienza. Al margen de la imitación de
estilos y de tipos de montaje, aparte de las citas que evocan referentes
culturales, el modo en que se cifra la historia es por medio de una imagen que
es capaz de hacer una síntesis de la historia individual y de la del conjunto
que la rodea. Un ejemplo de ello es la escena en que muestra cómo se celebra la
exitosa primera presentación del grupo en Varsovia. En primera instancia vemos
a Wiktor e Irena (Agata Kulesza) ver cómo los demás celebran en un bar frente a
un espejo que refleja todo el lugar. Pronto se les une Kaczmarek (Borys Szyc),
gerente administrativo que representa los intereses de régimen. Los felicita
genuinamente conmovido. Y en tanto la escena es en primer lugar sobre ello,
todo el tiempo el plano ha mostrado, en el desenfocado reflejo del espejo, a
Zula mirar fijamente a Wiktor. Este es el comienzo de su relación que se
entrelaza con ese otro relato sobre la recuperación artística de tradiciones,
de la lucha y la sumisión a burocracias que imponen un discurso a la expresión
popular. Guerra fría no separa a una y otra, sino las hace
partícipes de una imagen que las resume.
William Gaddis afirmaba en un discurso
sobre las religiones que todos nos dedicamos a urdir y vender ficciones para
sentirnos más seguros. Ficciones que van desde un elaborado discurso político y
religioso a una simple historia de amor. Guerra fría recuenta
ficciones para que veamos cómo se transforman, para que veamos como aquellas
nos hieren y nos mantienen vivos, pues nos hacen ser quienes creemos ser. La
genialidad del filme se encuentra en revelarlas como ficciones a un tiempo de
plasmar todas las emociones y pasiones que generan. El filme es más que una
superficial y mecánica evocación de un pasado personal. Se trata de una
película que surge de la nostalgia para describir las contradicciones de una
pareja que vive atrapada en las contradicciones de las sociedades en que viven
y en las suyas propias. Como espectadores hemos de completar ese cuadro, que a
ratos parece inagotable. Guerra fría es un soberbio filme en
que hemos de ir de excavando un amor para armar.
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