Cosmopolis


Hace dos años, mientras veía el final de Cosmopolis, mientras oía los murmullos del público que desaprobaba esa cinta locuaz y extrañamente onírica, pensé que estaba ante un verdadero ejemplar de cine visionario. Un cine para el que quizá la mayoría de nosotros como espectadores debíamos  sentarnos a descifrar, tal como uno intenta descifrar una pintura de Pollock. Veía a Cosmópolis como el relato de un colapso que meditaba sobre el derrumbe desde la contemporaneidad, o como una fábula cyberpunk habitada interiormente por Kafka. Al volver a ver fragmentos me parece que Cosmopolis ha envejecido prematuramente, pero todavía mantiene su atractivo poder.



Pocas películas se producen con tal énfasis en el diálogo. En particular, cuando el mismo Cronenberg ha tomado fragmentos enteros del libro de DeLillo y los ha trasladado a pantalla. Esta operación es crucial para darle un extrañamiento. El mismo Cronenberg en una entrevista manifestaba cómo los diálogos de la mayoría de cintas tendían más bien a uniformarlo todo en un nivel, así se tratara de un film de época o uno actual. La prosa de DeLillo riñe deliciosamente con esa homogeneización. Cosmopolis es un film que por largas secuencias semeja una suerte de novela filosófica. No obstante, la película es tanto adaptación, como film propio de Cronenberg. Es tanto como representación de un zeigeist, como fantasía subversiva en la que las obsesiones y tropos del director canadiense irrumpen en la lógica del capital financiero y sus habitantes.


Y así como Cronenberg experimentó en su interesante Un método peligroso para luego seguir experimentando con el lenguaje verbal -diálogo- en Cosmopolis, Cosmopolis puede verse como una primera perspectiva sobre una institución de EEUU (Wall Street), a la que sigue otra como Maps to the Stars (donde se expone a Hollywood). Ahora bien, antes que hacer una cuestión simplemente intelectualizada, Cronenberg procura entrar a un delirio, procura desnudar a los personajes que habitan sus mundos al tiempo que nos impone sus alucinaciones. Nos quita la distancia y nos obliga a percibir el mundo de sus personajes, a experimentarlos.


Dos años después la escena final de Cosmopolis mantiene todo su poder hipnótico. La sensación de que vivimos un mundo sin poder acceder a una verdadera experiencia es el motor de esta alucinación. Eric Packer quiere salir y sentir algo de verdad. De ahí la violencia y la muerte que concluyen el film. Cronenberg juega magistralmente con las emociones de sus espectadores en una cinta catalogada, superficialmente, como fría y cerebral. Abstracta quizás es el adjetivo más conveniente, y el que anhela Cronenberg que empieza con ese montaje de créditos en los que la máquina pinta a la Pollock. Cine abstracto es una etiqueta ideal para el film, aunque sea un evidente oxímoron. Como otras obras abstractas, en todo caso, no todo en ella envejece bien. Pero se trata sin duda de una cinta mucho más relevante en nuestro panorama de lo que aparenta. Cosmopolis puede verse como cinta terapeùtica para los financieros de Wall Street, o como una  visión pesimista y sarcástica de los capitalistas de comienzos de siglo XXI. Más que eso la cinta nos ayuda a ver de otro modo nuestra contemporaneidad. Lo dicho, Cosmopolis es cine visionario.




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